Problema europeo
La crisis de los ‘chalecos amarillos’ es utilizada para socavar las instituciones
Después de dos meses de movilizaciones en toda Francia y nueve sábados consecutivos de manifestaciones en París y otras ciudades, los chalecos amarillos siguen condicionando la agenda francesa y, en parte, europea. Cualquier esperanza del presidente Emmanuel Macron de que las protestas se apagasen con las fiestas navideñas se aleja. Los activistas han perdido capacidad de convocatoria y apoyo popular respecto a las primeras semanas, pero mantienen el pulso en la calle mientras sus elementos más radicales asumen mayor protagonismo.
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La revuelta, que comenzó a mediados de noviembre para reclamar la anulación de la subida del precio del carburante, ha instalado a Francia en un ambiente de polarización y desconfianza. El acoso a políticos, periodistas y policías, unido a episodios de racismo y antisemitismo, señala una evolución preocupante. El discurso del odio se ha situado en el centro del movimiento y amenaza con emponzoñar el resto del mandato de Macron. Pero sería un error ceñir la lectura del movimiento de los chalecos amarillos a su deriva más antipática: el malestar que expresan es real y tiene raíces profundas.
Macron, acusado de gobernar con arrogancia desde que ganó las elecciones de 2017, parece haberlo entendido. Las medidas para aumentar el poder adquisitivo, que se cifran en 10.000 millones de euros, y la apertura de un gran debate nacional donde los franceses de a pie podrán exponer sus reclamaciones, son un primer paso. Las agresiones y disturbios que se han visto en las calles dificultan una deliberación sosegada, pero sería equivocado reducirlo todo a un problema de orden público. Las medidas económicas, la organización de ese gran debate y la necesaria restauración del orden público serán insuficientes si el presidente no aborda las causas de algo que lleva décadas gestándose.
De los Estados Unidos de Trump al Reino Unido del Brexit, los síntomas son comunes a muchos países desarrollados: una erosión constante de la percepción que tienen las clases medias de sí mismas, la realidad de la desindustrialización combinada con las incertidumbres de la robotización, el aumento de la desigualdad entre ricos y pobres y entre las grandes metrópolis y la periferia vacía, la desconfianza ante las élites y el cuestionamiento de la democracia representativa. Las soluciones tampoco pueden ser únicamente nacionales.
La división de la UE, y la simpatía de algunos supuestos socios de París por los chalecos amarillos, evidencia lo complicado que será la tarea, y marcará en parte la campaña para las elecciones europeas de mayo. Miembros destacados del Gobierno italiano han apoyado el esfuerzo de algunos chalecos amarillos por socavar las instituciones democráticas de un socio comunitario e incluso provocar la caída del presidente francés. Las declaraciones de Luigi Di Maio, vicepresidente de Italia y jefe del Movimiento 5 Estrellas, y de Matteo Salvini, ministro del Interior y hombre fuerte en Roma, no son anodinas.
Macron y sus aliados europeístas no deben ceder el terreno a los extremistas que buscan en la revuelta una palanca para conquistar el poder o destruir a otros gobernantes de la UE. Deberán hacerlo sin ignorar el mensaje de descontento que expresan en las urnas millones de votantes. El futuro de la UE se dirime en el respeto de los métodos democráticos y de las normas del Estado de derecho, y también, en la capacidad para afrontar una cólera común sin atajos populistas ni autoritarismos.
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