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Tribuna
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Los ‘chalecos amarillos’, efecto de la globalización

Las movilizaciones en Francia no son un fenómeno coyuntural, sino un producto de nuestra época que hunde sus raíces en la marginación social y cultural de las clases populares desde los años ochenta

ENRIQUE FLORES

Desde hace un mes, mujeres, hombres, trabajadores, jóvenes y jubilados salen a las calles. La mayoría de ellos nunca se habían manifestado ni mostrado compromiso político. Al contrario que los movimientos sociales tradicionales, estos chalecos amarillos no están representados por ningún partido, sindicato ni dirigente. Las manifestaciones no son una repetición de la Revolución Francesa, ni de los conflictos sociales de los siglos XIX y XX, ni mucho menos de Mayo del 68, todos los cuales se apoyaron en una alianza de la burguesía y las clases populares. Lo que caracteriza a este movimiento no es la repetición de la historia, sino, por el contrario, su modernidad. No es un fenómeno coyuntural, sino un producto de nuestra época que tiene sus raíces en el proceso de marginación social y cultural de las clases populares iniciado en los años ochenta.

Los que participan en este movimiento dejaron de creer hace mucho en la vieja división entre derecha e izquierda. Y se atreven a desafiar también a los medios de comunicación, los expertos y el mundo académico, que tienden a caricaturizarlos. Por su forma de organización, espontánea, anárquica y vertical, este movimiento de chalecos amarillos es el perfecto ejemplo del proceso de desafección y desapego de las clases populares. Encarna, en las calles, la ruptura histórica entre el mundo de arriba y el mundo de abajo. Lo que tenemos ante nuestros ojos es nuevo, es el fruto de la globalización, no la reaparición del pasado. Es una reacción radical a la separación emprendida por las élites desde finales del siglo pasado.

Su sociología y su geografía nos revelan el rostro de los nuevos sectores populares del siglo XXI. Unos grupos en precariedad social y marginación cultural que no se parecen a la antigua clase obrera. Si bien no tienen conciencia de clase, ponen al descubierto un nuevo conflicto de clases que se expresa a través de una guerra de representaciones. Por ese motivo, los chalecos amarillos son el producto de la época contemporánea. Se movilizan a través de las redes sociales, tienen iPhone y, con frecuencia, están suscritos a Netflix. Han comprendido que lo que está hoy en juego no es un mero conflicto social, sino también una guerra cultural. Al escoger el símbolo del chaleco amarillo, el que se utiliza en carretera para resultar visible, han decidido participar en una guerra de representaciones culturales. ¿Por qué? Porque, desde hace varios decenios, las capas (obreros, empleados, pequeños autónomos, campesinos, funcionarios) que antes formaban la base de la clase media han sido sacrificadas por un modelo económico globalizado en el que no encuentran su sitio, y, por si fuera poco, han dejado de ser referentes culturales para los círculos políticos, mediáticos y académicos y se han convertido en una “panda de deplorables”.

No tienen conciencia de clase, pero escenifican un conflicto que se expresa a través de una guerra de representaciones

Este desprecio de clase es uno de los motores de la indignación de un pueblo que dice “nosotros también existimos”, “queremos que nos tomen en serio y nos respeten culturalmente”. El estupor de las élites francesas ante la importancia del movimiento de los chalecos amarillos (y ante el gran apoyo de la opinión pública) recuerda al asombro de las clases dirigentes británicas tras la votación a favor del Brexit y la de las élites estadounidenses tras la elección de Donald Trump. En Occidente, los de arriba pensaban que el pueblo había desaparecido. Y hoy están redescubriéndolo, como cuando se descubría una tribu perdida en Amazonia. Este movimiento es revelador de la crisis democrática y cultural que recorre todos los países occidentales. Es resultado de un modelo económico no igualitario y del proceso de repliegue y distanciamiento de las clases superiores.

Los territorios de los que procede la protesta son las ciudades medianas y pequeñas y las zonas rurales, la Francia periférica. ¿Por qué? Porque, en general, esos territorios son los menos dinámicos, los que crean menos empleo, los más alejados de las metrópolis globalizadas. Esta geografía permite explicar la realidad social actual: por primera vez en la historia, las clases populares, pese a ser mayoritarias, no viven en los lugares en los que se crea empleo, y eso revela la verdadera naturaleza del modelo económico, que crea riqueza, pero no construye sociedad. Dicho de otra forma: la economía ha dejado de estar conectada con la sociedad. La economía crea una riqueza que se concentra sobre todo en las grandes metrópolis globalizadas, y estas se convierten poco a poco en las nuevas ciudadelas medievales del siglo XXI. Unas ciudadelas que proporcionan la mayoría de los puestos de trabajo, pero que se han vuelto inaccesibles para la mayor parte de la antigua clase media.

Las metrópolis occidentales han conseguido integrarse en la economía mundial, pero están cada vez más distanciadas de sus propios países, de las periferias en las que viven mayoritariamente esas capas. Por supuesto, esta organización geográfica no quiere decir que el cien por cien de los habitantes de las metrópolis sean ricos y el cien por cien de los habitantes de la periferia sean pobres, pero sí que las dinámicas económicas y territoriales tienden, en general, a agudizar las desigualdades en favor de las grandes ciudades. La economía y el mercado de trabajo de las metrópolis están hoy muy polarizados. Aunque las clases altas y los inmigrantes pueden integrarse en ellos, a base de ocupar los puestos de trabajo muy cualificados, en el primer caso, y los puestos precarios y mal remunerados, en el segundo, las antiguas clases populares y medias no logran ya encontrar hueco.

Las clases medias han sido sacrificadas por un modelo económico en el que son “una panda de deplorables”

Esta situación genera un choque cultural y democrático y explica el momento populista que vive Occidente. En todos los países, la contestación populista está en manos de los mismos grupos sociales y tiene las mismas características geográficas, las de los territorios más alejados de las grandes ciudades globalizadas. La periferia de Estados Unidos, la de las ciudades industriales, los pueblos y las zonas rurales llevó a Trump al poder; la periferia británica votó a favor del Brexit; la periferia de Italia (el Mediodía, las zonas rurales y los pueblos del norte) eligió a los populistas de la Liga y el Movimiento Cinco Estrellas; la de Alemania (la antigua Alemania Oriental y las zonas rurales y los pueblos de las regiones ricas) ha impulsado el resurgir de la extrema derecha. En todas partes, los populistas se alzan aprovechando que las clases populares no se sienten representadas por los partidos tradicionales y están relegadas geográfica y culturalmente.

La desconexión entre economía y sociedad y la ruptura entre los de abajo y los de arriba nos introduce en la era de la asociedad, e ilustra a la perfección la célebre frase de Margaret Thatcher: “There’s no society” (“No hay sociedad”). Solo existen las personas. Lo malo es que este modelo no puede durar, ni desde el punto de vista social ni desde el político, y debilita las democracias occidentales.

Si las clases dirigentes no quieren desaparecer, tendrán que tomar en serio el diagnóstico de las clases populares y poner en tela de juicio sus representaciones. Por eso, sea cual sea el resultado de este movimiento, los chalecos amarillos han ganado ya esa batalla de las representaciones, que es fundamental. Han demostrado que existía un movimiento real de las sociedades occidentales, el más mayoritario. La fuerza de ese movimiento y el apoyo masivo de la opinión pública ponen al descubierto, no un rechazo a la política, sino la voluntad del pueblo de construir la sociedad.

Christophe Guilluy es geógrafo y escritor.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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