Patológica
Sin desacreditar en absoluto los avances médicos, me parece que cada vez se patologizan más conductas
Siempre me he manifestado a favor de la anestesia. Incluso, entiendo esos análisis de sangre que me producen grima —goma, aguja, vena, algodoncillo— y son imprescindibles para la detección precoz de la enfermedad. Cada persona conoce el caso de otra salvada de un cáncer gracias a la medicina preventiva. Benditas sean las vacunas y san Louis Pasteur, que, sin embargo, no ha llegado a curarnos del todo la rabia. Sin desacreditar en absoluto los avances médicos, me parece que cada vez se patologizan más conductas. Igual que sucedió con el placer femenino y la homosexualidad, ahora se patologizan comportamientos infantiles, transexualidad, menopausia, la vuelta al trabajo tras las vacaciones —“depresión posvacacional”—. La gente es intolerante al humo del tabaco, la lactosa o el gluten: no es que no les guste el humo, es que son intolerantes. Los parámetros para medir los niveles de proteínas en la sangre se estrechan y un número significativo de pacientes tomamos pastillas contra la hipercolesterolemia, la ansiedad, el insomnio o el estreñimiento.
Vivimos con la obsesión por el índice de masa corporal y asociamos la expresión “estar bien” con un corpore canónicamente sano y bello. Podemos padecer abotargamiento ideológico e incultura general básica, pero si tenemos la tensión entre 6 y 12, conservamos los dientes y el pelo no clarea, entonces, estamos bien. La buena salud como meta en la vida acaso constituya un mecanismo de amortiguación de respuestas ciudadanas contestatarias; sin embargo, paro y pobreza inciden en un malestar psíquico que es al mismo tiempo físico: las mujeres, más vulnerables al riesgo de exclusión social, acumulan historias e historiales sobre dolores físicos que delatan enfermedades sistémicas.
La patologización se relaciona con la medicalización: en 2002, el profesor de la Universidad París VIII Philippe Pignarre vinculaba el incremento de pacientes diagnosticados de depresión con intereses de industrias farmacéuticas que distribuían antidepresivos, como panacea universal, en sociedades donde los individuos tienen buenas razones para estar cabreados y tristes.
La patologización de la vida, esa hipocondría enraizada en el miedo, nos lleva a saturar consultas y urgencias, y a sentir la compulsión de contratar, si se dispone de recursos, una sociedad médica privada: “Invierta en su salud” es un eslogan literal, no metafórico. La ingenua esperanza de que no vamos a morir choca con otro efecto secundario de la patologización: la incapacidad para el disfrute. Todo lo que produce placer es malo, moralmente malo: la salud y el cuidado del cuerpo se han erigido en horizonte religioso. Como si no ir al gimnasio o comer grasas fuese cosa de mala gente. Desde las experiencias sanitarias y laborales de mi cuerpo menopáusico, abogo por un poco de cordura: no se trata de curarnos los cánceres de mama ingiriendo pócimas de raíces cocidas por un curandero asesino —¿recuerdan el pecho putrefacto de una mujer que acudió demasiado tarde al hospital?—; no se trata de volver a la superstición y renegar del progreso. Pero lo que tampoco es saludable es beberse las cervezas con culpa visualizando la lenta degradación hepática, visitando el ambulatorio semanalmente y tomando pastillas para aplacar los nervios. Recuerden las palabras de Guillermo Rendueles: a veces, lo que las personas necesitan no es un medicamento, sino un comité de empresa. También tendríamos que hablar de la perversidad del repago, la interesada destrucción de la sanidad pública y otros círculos muy viciosos.
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