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Tribuna
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Aforados

Una cosa es discutir sobre la lista de personas aforadas y otra debatir sobre la pertinencia de la institución, pero esta en ningún caso supone la excepción de las leyes de fondo aplicables, especialmente el Código Penal

ENRIQUE FLORES

Algunos partidos políticos han llamado la atención sobre una modalidad procesal de nuestro derecho, el aforamiento, al ir conociéndose los casos de corrupción con implicados que ocupan cargos públicos. La Constitución prevé el aforamiento para los diputados, senadores y miembros del Gobierno en sus artículos 71.3 y 102, en tanto que la Ley Orgánica del Poder Judicial, en el artículo 57, amplía la lista a servidores públicos como presidentes y consejeros del Consejo de Estado y el Tribunal de Cuentas, o el Defensor del Pueblo, entre muchos otros. Ambas normas establecen que el enjuiciamiento de los aforados corresponderá al Tribunal Supremo o a los Tribunales Superiores de Justicia de las Comunidades Autónomas. Conviene subrayar, no obstante, que la determinación de tribunales específicos para determinados cargos no conlleva ninguna excepción de las leyes de fondo aplicables, especialmente el Código Penal, aunque sí reduce las posibilidades de recurrir en segunda instancia, salvo el recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional para los inculpados ante el Supremo, y el de casación, ante el Supremo, contra las sentencias de los Tribunales Superiores de Justicia.

El cuestionamiento de la figura del aforamiento a raíz de algunas noticias recientes se ha basado, por lo general, en el hecho de que se considera un privilegio y, consecuentemente, debería ser derogado por afectar al derecho a la igualdad o al juez predeterminado por la ley. La propuesta, hasta donde se ha conocido por los medios, no distingue entre los aforamientos previstos por la Constitución, cuya supresión exigiría la reforma de la Carta Magna, y los fijados por la Ley Orgánica del Poder Judicial, para lo que bastaría una norma de rango equivalente.

El Tribunal Constitucional desmintió en la sentencia de 22 de julio de 1985 que el aforamiento fuera un privilegio, al recordar que su fundamento no responde a “un interés privado de sus titulares”, sino a “un interés general”. Desde el punto de vista de la función institucional del aforamiento, el Alto Tribunal sostuvo además, en esa misma sentencia, que “preserva un cierto equilibrio entre los poderes”, después de haber señalado en otro pronunciamiento, también de 1985, que “tal prerrogativa es imprescindible e irrenunciable”. Para concluir, en una sentencia de noviembre de 2016 el Tribunal Constitucional agregó el argumento de que “el aforamiento actúa como instrumento para la salvaguarda de la independencia institucional del Gobierno y de los parlamentarios (…)” En relación con estos últimos, el aforamiento difiere de la institución del suplicatorio, que se concibe como una garantía de la división de poderes por la que los tribunales no pueden someter a investigación a los parlamentarios sin autorización de las Cámaras elegidas por el voto de los ciudadanos.

El aforamiento no puede ser considerado como el privilegio de unos cargos públicos

Ciertamente, las afirmaciones del Tribunal Constitucional pueden ser reconsideradas, en la medida en que no todos los aforamientos tienen el mismo fundamento y las realidades a las que debe atender el derecho son siempre cambiantes. Una cosa parece fuera de duda, sin embargo, y es que el máximo intérprete de la Constitución ha desmentido reiteradamente que el aforamiento, como modalidad procesal, pueda ser considerado como el privilegio de unos cargos públicos. De igual manera, tampoco se puede sostener que la designación de determinados tribunales para entender de las causas seguidas contra esos cargos afecte a la garantía del juez predeterminado por la ley: son nada menos que la Constitución y una ley orgánica las que predeterminan qué tribunales juzgarán los casos en los que se vean incursos aforados.

Lo que sí es posible discutir, y quizá tenga sentido hacerlo, es si los aforamientos previstos en la Ley Orgánica del Poder Judicial tienen el mismo fundamento institucional que los establecidos en la Constitución. Sobre todo porque la razón inicial por la que se prevé la intervención de los Tribunales Supremo o Superiores de Justicia en las causas que afecten a aforados es la necesidad de dilucidar rápidamente la cuestión, desestimando inmediatamente aquellas que carezcan de mérito y evitar, de esta manera, el entorpecimiento que produciría un largo proceso en el que la máxima autoridad del Poder Judicial finalmente no considerara delictivos los hechos denunciados. El fundamento del aforamiento del presidente y demás miembros del Gobierno se basa en este propósito, puesto que el riesgo de perturbar indebidamente la acción gubernativa desde la justicia es mayor en un sistema que, como el nuestro, contempla la posibilidad de acción popular.

La institución del aforamiento de los miembros del Ejecutivo, por otro lado, no es una particularidad del derecho constitucional español. Seguramente no es una casualidad que la Constitución francesa prevea en su Título X un Tribunal de Justicia de la República, formado por doce parlamentarios y tres magistrados de la Corte de Casación, para el enjuiciamiento de la responsabilidad penal de los miembros del Gobierno, así como, en sus artículos 67 y 68, un Alto Tribunal de Justicia para el enjuiciamiento del presidente de la República por un incumplimiento de sus deberes manifiestamente incompatible con el ejercicio de su mandato. Se trata de una especial protección de cargos públicos particularmente expuestos en un sistema judicial que prevé, aunque de manera más limitada que en España, el derecho de cualquier persona que se sienta ofendida por la acción de un miembro del Gobierno en el ejercicio de sus funciones a denunciarlo ante una Comisión de Admisión.

No existe evidencia contrastada de que su institución sea un factor criminógeno

Sea como fuere, del contexto en el que los aforamientos han adquirido una repentina actualidad parecería deducirse que su supresión contribuiría a luchar contra la corrupción, dando a entender que esta figura procesal está sirviendo de algún modo a la impunidad de los cargos públicos a los que se aplica. La experiencia demuestra lo contrario: no se han dado casos en los que los tribunales competentes para el enjuiciamiento de aforados hayan merecido críticas por favorecer a los inculpados. Tampoco se puede albergar certeza alguna acerca de que la eliminación de los aforamientos aumentara el efecto preventivo de las leyes penales, ni existe evidencia contrastada de que el aforamiento sea un factor criminógeno.

Por descontado, la modalidad procesal del aforamiento, como cualquier otra institución de nuestro ordenamiento, puede someterse a discusión, siempre a condición de que sean valorados cuidadosamente y sin prejuicios los fundamentos. En todo caso, convendría tener presente que los problemas que pueden suscitar los aforamientos establecidos en la Constitución son diferentes de los que presenta la lista de cargos fijada en la Ley Orgánica del Poder Judicial. Y también que una cosa es discutir la lista de aforados y otra distinta la pertinencia de la institución.

Enrique Bacigalupo es catedrático de Derecho Penal y abogado.

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