Poldy
La gente hacía filas enormes cada vez que ella firmaba ejemplares de esos libros sin prestigio que le salvaron la vida
La semana pasada me desperté dentro de una canción de Sabina: “Hoy dice el periódico que ha muerto una mujer que conocí”. El diario decía que el 1 de junio, a los 76 años, había muerto la escritora argentina Poldy Bird. Una mujer que conocí. En 1969 publicó un libro dedicado a su hija recién nacida, Cuentos para Verónica, que tuvo 76 ediciones y vendió dos millones de ejemplares. En 1971, Cuentos para leer sin rimmel, que vendió un millón seiscientos mil. Escribió veintidós libros más, edulcorados, lacrimógenos, que marcaron a generaciones y de los que casi no existen reseñas. En octubre de 2008 la llamé para pedirle una entrevista y aceptó extrañada: “¿Qué te interesa de mí?”. Un día antes del encuentro me dejó un mensaje: “Pasó algo terrible. Llámame”. La llamé. “Ayer se murió mi hija Verónica de un ataque cerebral —me dijo—. Dejemos pasar un tiempo. Yo te llamo”. Me llamó siete meses más tarde. Me citó en su departamento. Y me contó la historia de una devastación. Su madre había muerto atropellada por un tren cuando ella tenía 8 años. Su padre la había dejado en manos de abuelos de los que no quería hablar. A los 18 se había casado con Martín, padre de Verónica. A los 30 había tenido cáncer y le habían hecho una mastectomía. A los 36 había quedado viuda: su esposo había muerto de un infarto masivo. La crisis de 2001 la obligó a vender su casa y a cerrar una editorial de la que vivía. Y en 2008 había muerto Verónica, la hija por la que había empezado a escribir. “Te dicen: ‘Es una prueba de Dios’. ¿Hasta cuándo me va a probar? ¿Por qué no se va a probar a otro? La mía es una vida de mierda. Yo escribo porque si no estaría en un neuropsiquiátrico. En una silla. Hamacándome”, me dijo con rabia. No estaba coronada de gloria. La gente hacía filas enormes cada vez que ella firmaba ejemplares de esos libros sin prestigio que le salvaron la vida.
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