El delirio patriotero de Rivera
El líder de Ciudadanos apura su estrategia populista con un insólito rebrote de 'hooliganismo'
Albert Rivera le ha dado una mano de pintura a la bandera de Ciudadanos en el umbral del delirium tremens. Ya no es el naranja prêt-à-porter de todas las estaciones, sino más roja y gualda que la ropa interior de Sergio Ramos, de forma que el mitin dominical de Rivera en Madrid a la hora del Ángelus ha exagerado hasta límites inconcebibles el fervor nacionalista. Incluida la caricatura de Marta Sánchez en el papel telonero de Mariana Pineda. Perpetró impunemente la vicetiple su versión espasmódica de la marcha de Granaderos, como si fuera ella Edith Piaf en el trance La Marsellesa. Y como si la devoción de Rivera al dios Macron en la exhibición de los símbolos nacionales y en la improvisación de la “plataforma social” exigiera una sobreactuación no tanto patriótica como patriotera. Hace bien Albert en rescatar el himno y la bandera del malentendido iconográfico y sentimental, pero corre el riesgo de convertirse en un hooligan que transforma España en “Epppaña” hasta corearla en el fondo sur del Parlamento. Y de escorarse a un territorio identitario más empalagoso y sensiblero que conceptual. Aznar, en secreto, atribuye a Rivera el mérito de haber interpretado el viento que mece las banderas de los balcones. Suscribe así la adhesión al lema de una España grande y libre que Rivera se ha tatuado acaso con tinta china en el corazón, pero el protegido —a su pesar— de José María se expone a una crisis de hiperglucemia patriótica. De acuerdo que coronarse con el tricornio es la manera de tumbar al PP en la pelea de la derecha, pero también el modo de ahuyentar a los votantes de centro-izquierda que observaban en Rivera una alternativa aseada y verosímil al marasmo del socialismo.
Y aseada ya no lo parece. El populismo que se le reprocha a Iglesias empieza a identificar la estrategia demagógica de Ciudadanos. Con la bandera de la bandera. Y con la bandera del código penal, convertido en panacea de todas las reformas —prisión permanente revisable, crisis soberanista— que harán de los españoles un pueblo más seguro y orgulloso. Rivera quiere forzar el 155 a un ejercicio de contorsión estatal no tanto para desafiar al soberanismo como para desenmascarar la presunta pusilanimidad del bipartidismo. Y Rivera organiza encuestas privadas en la opinión pública —el caso Cifuentes representa un ejemplo— para adoptar las decisiones capitales en función de los humores plebiscitarios. Bien podría ser el símbolo de Ciudadanos un termómetro de mercurio a la antigua usanza o una veleta de catedral.
En flagrante diferencia con el cuadro de Delacroix, ya que de pasión francesa hablamos, no se trata Rivera guiando al pueblo, sino el pueblo guiando a Rivera. Y Rivera caminando hacia la Moncloa sobre los fantasmas de Génova 13, pero desconcierta al mismo que su definición de atleta de España pretenda convencernos de que Ciudadanos no es partido del sistema fundado hace once años, sino un movimiento espontáneo de la sociedad que aspira a la catarsis patriótica y que lo ha escogido a él como campeón de la reconquista, oé, oé, oé.
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