No se ve la Gran Muralla. La hemos buscado desde la ventanilla cuando volábamos sobre Pekín; si se ve desde la Luna se verá desde el avión, pero no. No se ve la Gran Muralla, pero sí el Río Amarillo, que parece un reguero de agua sobre barro húmedo. También hemos sobrevolado el Gobi, durante horas una extensión ondulante cubierta de nieve. En pocos días estaremos allá abajo, en el lejano oeste de China: Turfán, Urumqi, Dunhuang, los deslumbrantes nombres de la Ruta de la Seda. De momento, Shanghái.
Día 1: Shanghái con jet-lag
“La gente viene a Shanghái por muchas razones, la mayoría de ellas, malas”, dice uno de los personajes de la película El expreso de Shanghái, de Joseph Von Sternberg. En el Shanghái del cine negro hay juego, mujeres malas, marineros sin barco, la niebla azul del opio y un juego de espejos en el Gran Mundo. Pero ni Rita ni Marlene esperan. Las ganas de conocer la ciudad pueden más que la fatiga del viaje. Tras 15 horas de vuelo y bajo los efectos del jet-lag, Shanghái tiene tintes irreales: un atardecer lluvioso donde se desdibujan los perfiles de Pudong, delirio futurista de torres y rascacielos a orillas del río Huangpú. Tras los edificios coloniales del Bund, el paseo fluvial, se extiende la madeja de callejones de la ciudad china. Y Nanjing Road, brillante de luces de neón, tiendas, glamur y pantallas gigantes de televisión que lanzan consignas educativas: no escupir, no arrojar papeles, no decir palabrotas... el decálogo del buen ciudadano. Suficiente para el primer día.
Día 2: Comiendo con palillos
Pocas cosas duran menos que una sobremesa china. Acabada la comida —un espléndido banquete de más de 20 platos diferentes— y después de varias cervezas Tsing-tao, cabría esperar una agradable conversación. Pero todo termina de forma abrupta: los comensales se levantan, se despiden y se van. No es mala educación, es la costumbre. “Las cabezas son buenas para la inteligencia”, afirma la señora Liu mientras engulle un cráneo de gallina. La sentencia “somos lo que comemos” adquiere en China tintes inquietantes: ojos de búho para fortalecer la vista, bilis de oso, nidos de golondrina, aleta de tiburón, carne de tigre, cuerno de rinoceronte para mejorar la potencia sexual. Todo lo que vuela menos los aviones, todo lo que nada menos los submarinos, y todo lo que tiene patas menos la mesa, acaba en el wok. Durante el viaje, la comida será sorprendente y deliciosa, nada que ver con las espesas salsas de glutamato de los chinos europeos. Sobre una mesa rotatoria, platos con verduras salteadas y crujientes, pajaritos, medusa confitada, gambas y cangrejos, lenguas de pato, pescado al vapor, pollo picante, fideos de maíz, raíz de loto, ostras de río, encurtido de holoturias... Para finalizar, sopa y arroz. Como una ruleta, la mesa gira y reparte suerte: un plato con dedos de pollo.
Día 3: Con pies de barro
“Se me saltan las lágrimas”, dice Pilar, una viajera española. Y no es para menos. Es el más espectacular descubrimiento arqueológico del siglo después del de la tumba de Tutankamón en el valle de los Reyes de Egipto. Describir el ejército de terracota de Xi'an como fabuloso no es exagerado. El hallazgo (las estatuas fueron encontradas casualmente por unos campesinos en 1978), del que se puede ver apenas una porción de lo que todavía permanece enterrado, ocupa tres hangares, cada uno de ellos del tamaño de dos estadios de fútbol, a las afueras de Xi'an, la ciudad más antigua de China y capital del imperio a lo largo de 12 dinastías. Es, junto con la Gran Muralla, el lugar más visitado, y se nota: para ver los guerreros de terracota hay que avanzar entre una muchedumbre de turistas, en su mayoría chinos, que disparan sus cámaras a pesar de que está prohibido. En las zanjas, más de 6.000 soldados —infantes, arqueros, jinetes y caballos, oficiales...— de tamaño natural, cada uno con un rostro y peinado diferente y en formación de combate (portaban espadas y lanzas auténticas, aunque muchas fueron robadas en los saqueos que siguieron a la caída de la dinastía Qin) protegen la última morada de Qin Shi Huangdi (siglo II antes de Cristo), el primer emperador. Su mausoleo, en el interior de una colina artificial, aún no ha sido excavado: los antiguos textos dicen que contiene una maqueta de China con montañas de jade, ríos de mercurio y un cielo cubierto de oro y piedras preciosas. Qin (se pronuncia chin) abolió la esclavitud, dio nombre al país, unificó la escritura y la moneda y ordenó construir la Gran Muralla, pero también mandó quemar todos los libros que no ensalzaban sus logros y enterrar vivos a 460 eruditos que discrepaban de él.
Día 4: La ciudad de las arenas
El avión, un viejo bimotor de hélice, cruje con su maquinaria cansada, y algunos pasajeros se agitan nerviosos en sus asientos cuando atraviesa una zona de turbulencias. Viajamos temprano hacia Dunhuang, la ciudad sagrada de los arenales; dos horas volando sobre la Puerta de los Demonios y los “yermos ululantes” del desierto de Taklamakán, en los confines meridionales del Gobi. El Gobi, palabra mágica que evoca caravanas de camellos, ciudades perdidas en el desierto, nómadas galopando en las estepas, Marco Polo y Kublai Jan. Cuando el avión inicia el descenso aparecen las dunas cubiertas de nieve: un breve prodigio que desaparecerá con los primeros rayos de sol. ¿Dónde están las palmeras?, pregunta alguien. No hay. Los oasis de la Ruta de la Seda son auténticas ciudades donde, en vez de casas de adobe y datileras, hay calles amplias y pulcras, glorietas donde toman el sol ancianos con traje mao, anodinos edificios de cemento; en las lindes del desierto, álamos y cultivos de algodón y melones. En Dunhuang, además, existe un animado bazar nocturno donde se venden frutos secos y antigüedades falsas, y librerías de viejo que esconden en sus estantes ediciones clandestinas del Jin Ping Mei, novela erótica proscrita desde la dinastía Ming, hace cinco siglos.
Día 5: Camellos y trineos
Entornando un poco los ojos, hasta que la imagen del turista que va delante desaparece, uno casi se siente Marco Polo, cabalgando a lomos de un camello (un auténtico camello lanudo de dos jorobas, idéntico a los de piedra que hay en las tumbas de la dinastía Ming). Vamos hacia las montañas de las Arenas Susurrantes y el lago de la Media Luna, en los alrededores de Dunghuang.
Día 6: Los mil Budas de Moghao
¿De dónde sale tanta gente?, ¿no estamos en el desierto? Los turistas japoneses lanzan exclamaciones de asombro ante la enorme estatua de Buda (35 metros) excavada en una de las grutas de Moghao. Las cuevas (medio millar en un acantilado del desierto a 25 kilómetros de Dunhuang) fueron descubiertas en 1900 tras varios siglos de olvido, y contienen 2.500 esculturas y 50.000 metros cuadrados de frescos con fábulas y cuentos que dejaron artistas persas, chinos, hindúes y cristianos nestorianos procedentes de los confines de la Ruta de la Seda. La historia de esta vía —más de 7.000 kilómetros jalonados de oasis y bastiones defensivos que, durante siglos, fueron la principal vía de comunicación entre Oriente y Occidente— se remonta al 206 antes de Cristo, a las expediciones de los emperadores de la dinastía Han en busca de los legendarios caballos del rey Fhergana, los Caballos Celestes de sangre caliente con los que el ejército imperial confiaba poder defenderse del ataque de los hunos.
Día 7: Urumqi, la mestiza
“No es conveniente salir de noche en Urumqi”, advierte el señor Da Li, “es una ciudad peligrosa”. La capital de la provincia de Xin-jiang, la mayor y más despoblada de China, es una población fea (aunque tiene el peculiar encanto de los lugares mestizos y de frontera) e inhóspita (con veranos asfixiantes y temperaturas de 35 grados bajo cero en invierno), pero al menos en apariencia, no peligrosa. Si acaso, incómoda para los chinos de la mayoría Han, por quienes no parecen sentir mucho afecto los uigures, musulmanes de origen turco que conviven en este lugar con uzbekos, kirguises, kazajos, mongoles, tártaros y rusos. En cualquier caso, las cálidas sonrisas uigures y kazajas traen un soplo meridional a estos remotos parajes. Salimos de noche por Urumqi y visitamos la parroquia multirracial de Las Mil Cervezas, un pub con paredes cubiertas de fotos de top-models que añade a su exotismo el de un grupo de españoles.
Día 8: Jinetes en la nieve
Una repentina ventisca impide alcanzar el lago Tianchi (a 115 kilómetros de Urumqi). Las llanuras cubiertas de grava han dejado paso a los perfiles azules de Tianshán, las Montañas Celestiales, con valles y gargantas que se entrelazan para crear algunos de los paisajes más bellos de China: jirones de niebla enganchados en los riscos, torrentes jalonados de álamos. Y ni un alma. Después, bosques de abetos y prados cubiertos de nieve: un paisaje alpino que, de no ser por las yurtas (tiendas de piel) y los jinetes de rasgos mongoles, parecería un pedazo de Suiza.
Día 9: La depresión de Turfán
Seguimos en la Ruta de la Seda. Nadie abre la boca. El paisaje, extraño y descarnado, pesa sobre los viajeros en el trayecto entre Urumqi y Turfán (a 154 metros bajo el nivel del mar y la segunda mayor depresión del mundo), un continuo descenso por valles que se abren entre rocas negras como meteoritos. Una cuerda de presos aparece picando piedra en medio de la nada. De trecho en trecho, lomas que rompen la monotonía: son los pozos del Karez, un sistema de canales subterráneos construidos durante la dinastía Han, hace más de 2.000 años.
Día 10: Viñedos y mezquitas
Llegada a Turfán (170.000 habitantes). ¿Aún estamos en China? A nuestro alrededor, rostros mediterráneos, blusas multicolores, carros tirados por burros, casas de adobe, emparrados, mezquitas y bazares donde se venden cuchillos, uvas, melones y las pasas más dulces de Asia. Mujeres morenas de etnia uigur que miran directamente a los ojos. Y a 10 kilómetros, en un espigón entre dos hoces tapizadas de viñedos, las ruinas de Jiaohe. Es el último punto que visitamos de la Ruta de la Seda. Mañana volveremos al bullicio de Shanghái con la memoria repleta de espacios abiertos y dunas frías.
Día 11: Diez mil bonsáis
De vuelta a Shanghái, emprendemos viaje hacia Suzhou y Hangzhou, dos de las ciudades más bonitas de China, a pesar de las tropelías cometidas durante la Revolución Cultural (y las actuales especulaciones inmobiliarias). “En el cielo está el paraíso; en la tierra, Suzhou y Hangzhou”, reza un antiguo proverbio. Suzhou es conocida por sus 10.000 bonsáis, la seda y su red de canales, pero, sobre todo por sus villas y jardines, que permanecen como ejemplo de arquitectura y paisajismo. La historia de la ciudad está ligada a la de los mandarines jubilados o caídos en desgracia: aquellos funcionarios imperiales, nostálgicos del refinamiento de la corte, crearon aquí espacios sobrios, reducidos y exquisitos. “Un jardín inglés puede ser interesante para una vaca, pero del todo incapaz de alimentar el corazón de un hombre”, escribió un viajero chino.
Día 12: El lago de Hangzhou
Dicen que las mujeres de Hangzhou son las más guapas de China y que la belleza de su lago del Oeste, con orillas donde crecen sauces, melocotoneros y magnolios, se ha contagiado a sus habitantes. Volcada hacia su lago, Hangzhou parece, más que una ciudad, una acuarela Ch'an (el movimiento estético derivado del taoísmo que en Japón daría lugar al budismo zen). El taoísmo, una de las dos grandes corrientes del pensamiento chino, junto con el confucionismo, ha sido en Oriente fuente de inspiración para poetas, calígrafos y pintores; un orden compuesto por el ritmo dual de dos poderes: el cielo y la tierra, lo masculino y lo femenino, lo activo y lo pasivo, el yin y el yang. “El barquero y los pájaros del lago sueñan el mismo sueño”, dice un poema de Zhuang Zi, “el agua del estanque refleja en su quietud el movimiento del cielo”. Fluir como el agua y las nubes, el año y sus estaciones. Es el Su-Tung-Po: calma, libertad, ligereza.
Día 13 a 15: De Pekín al Cielo
Del glamur de Shanghái al empaque de Pekín. Amplias avenidas flanqueadas de hoteles, embajadas, edificios oficiales y bloques de apartamentos. La Ciudad Prohibida y el Templo del Cielo; soldados y bicicletas en la noche de Tiananmen; el rostro de Mao. Pato laqueado y una noche de música y cerveza en el Hard Rock Café: hombres de negocios rusos, estética americana y algunas prostitutas, un espejo de los nuevos tiempos que corren en ese país. No pudimos ver la Gran Muralla.
Este artículo se publicó en la edición en papel de El Viajero.
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