La insoportable levedad de una copa de plástico
“¿Cómo se pone?” es una buena pregunta, pero “¿cómo se quita?” es mejor todavía
Me hablaron por primera vez de la copa menstrual y me pareció una idea… rara. Probablemente porque, cuando fui a internet a leer sobre el tema, vi un montón de teorías con poca base científica sobre cómo la industria de la higiene femenina nos hace sangrar y consumir más, y otro montón de remedios caseros que me sonaban, la verdad, poco fiables.
Pero poco después estaba dando un paseo con una amiga y encontré una tienda de productos naturales. Veréis, fui criada en una casa de ecologistas y no me siento cómoda generando una barbaridad de residuos durante cinco días de sangrado, 35 años seguidos. Dice una calculadora online (de una marca de copas menstruales…) que de aquí a mi menopausia generaré unos 40 kilos de basura solo en esto. Así que me compré mi primera copa y me di palmaditas en la espalda a mí misma, obviando todo el CO2 que generan mis viajes en avión. (Pero, eh, sigo reciclando. Un saludo a mis padres, que me estarán leyendo).
En la tienda, por cierto, el mundo se reveló en toda su crudeza: la dependienta me preguntó la edad y me informó de que existen dos modelos: el modelo 1, el que me compré al principio, es para menores de 30 que nunca han dado a luz por parto vaginal o cesárea. El modelo 2, que uso ahora, es para mayores de esa edad o mujeres que hayan parido. Sí, de repente estás debatiendo con la dependienta sobre el tamaño de tu vagina. Sí, tu interior se convierte en un enigma que se ensancha y cambia de forma a su antojo, sin que te enteres -algo que, por cierto, no es exactamente así-.
La segunda sorpresa fue el tamaño y el tacto de la copa. Me pareció mucho más grande que antes (del tamaño de un vaso de chupito, más o menos) y, aunque flexible, menos blanda y agradable al tacto de lo que esperaba.
La tercera sorpresa fue el precio: el experimento cuesta entre 20 y 30 euros, pero estamos acostumbradas al atraco constante que supone ser una “mujer en edad fértil” porque, entre los 12 y los 55 años, compramos tampones y compresas caros (en España tienen un IVA del 10%, a pesar de las peticiones para que se aplique el 4%, igual que a los libros, por ejemplo). Una copa dura entre uno y cuatro años, dependiendo de cuánto la cuides y a quién le preguntes.
La colocación
La copa menstrual y yo nos observamos en un silencio tenso. Repasé las instrucciones tres veces -yo, que me aburro en la primera página de los manuales de electrodomésticos- y respiré hondo. Mis amigas, primero, y la dependienta, después, me habían jurado y perjurado que era fácil de poner y quitar, y que solo hacía falta un poco de práctica. La primera parte fue verdad: la copa se doblaba y se adaptaba bien, y ponérsela no fue más doloroso ni más complicado que hacerlo con un tampón. Simplemente la comprimí hasta que tuvo forma de tubo. Una vez colocada, eso sí, no me sentí muy cómoda. Me molestaba al caminar, como si me rozase por dentro, y tardé unos días en olvidar que la llevaba puesta.
Me sorprendió, sobre todo, ver lo segura que me sentía. Dormir la noche de un tirón sin miedo a manchar las sábanas -puedes llevarla hasta 10 horas seguidas, cuando no sangras mucho-, hacer deporte… Desde que empecé a usar la copa, hará unos 10 años, he pasado por fases donde vuelvo a los tampones y compresas, o alterno los dos sistemas. Pero cuando lo hago me pesa la cantidad de residuos que estoy generando, y siento que -y esto me suena un poco intenso hasta a mí- estoy algo más desconectada de lo que pasa en mi cuerpo. En cada ciclo perdemos unos 30 mililitros de sangre, de media, y su color y textura puede ser útil para vigilar tu salud, pero, cuando uso métodos de usar y tirar, no pienso demasiado en ello. Ver la sangre me obliga, de alguna manera, a prestarle atención a lo que me dice.
La retirada
El drama llegó al quitármela. Las instrucciones insistían en que había que ponerse cómoda, relajar los músculos pélvicos, y, con el índice y pulgar o índice, pulgar y corazón, buscar una especie de rabito al final de la copa para localizarla y tirar hacia fuera, sujetándola en la mano y doblándola un poco. En los primeros intentos se me escapaba constantemente entre los dedos, me desesperaba y, como consecuencia, me ponía más y más tensa. Un día especialmente malo acabé pidiendo consejo por teléfono a una amiga experimentada en estos temas, que me tranquilizó y me aseguró que sería capaz. Conseguir quitarme la copa aquel día, chicos, fue un triunfo personal comparable a aprender a andar en bici o sacarme la licenciatura en Periodismo.
"Hay épocas en las que vuelvo a los tampones y las compresas. Cuando lo hago, me pesa la cantidad de residuos que estoy generando, y siento que estoy algo más desconectada de lo que pasa en mi cuerpo"
¿Y después?
La copa tiene un atractivo innegable para despistadas como yo: poder olvidarme, por fin, de comprar tampones y de meterlos en el bolso o la maleta cada vez que salgo de casa. Cuando más me he alegrado de usarla ha sido, sin duda, yendo de camino al trabajo o de viaje. Tengo suficiente con la cartera, las llaves, el móvil y el cargador. Y, la verdad, a mí me da exactamente igual ir al baño con una compresa en la mano, pero sé que hay mujeres a las que les avergüenza y se levantan de la mesa con un bolso de grandes dimensiones, así, como intentando disimular. Con la copa, problema resuelto.
Y es que, además, es fácil de limpiar. Se hierve al empezar y acabar el ciclo -hola, amiga que lleva dos desintegradas por olvidarse la cacerola al fuego-. Yo decidí usar un recipiente solo para esto, porque tengo algunos escrúpulos, por mucho que me dé curiosidad eso de comer placentas.
Durante el ciclo, hay que lavar la copa con agua y jabón sin perfume a base de agua, teniendo cuidado de desatascar los agujeros de la copa que garantizan que no haga vacío cuando la llevas puesta. El gran problema: que la regla te pille en un bar, un festival, un camping… Las marcas suelen recomendar que te laves bien las manos, vacíes la copa en la taza del baño y la limpies con papel. Ah, queridas. No le deseo a nadie la experiencia de hacer equilibrios en un baño mugriento, quitarte la copa, limpiarla como buenamente puedes y luego hacer tu salida triunfal a un lavabo público con las manos empapadas de sangre. Ser mujer, ese poema.