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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Barcelona, del 92 al 17

Los Juegos de hace 25 años enseñan hoy que la integración supera las diferencias

El rey Felipe VI, el presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, y el presidente del Comité Olímpico Internacional, Thomas Bach, ayer en Sant Cugat.

El 25º aniversario de los Juegos Olímpicos de Barcelona 1992 se celebró ayer en sendos actos institucionales desarrollados en el Centro de Alto Rendimiento Deportivo de Sant Cugat y en el palacete Albéniz, residencia de los Reyes en la capital catalana. Los protagonistas de los diversos niveles de gobernanza democrática reafirmaron su voluntad de remar juntos hacia el futuro.

Con la crisis abierta a consecuencia del procés es noticia —muy positiva— que junto al jefe del Estado se reúnan administraciones de signos tan distintos como las del gobierno municipal de Ada Colau, la Generalitat encabezada por Carles Puigdemont y el gobierno, representado por el ministro de Educación, Cultura y Deporte, Íñigo Méndez de Vigo.

Dada la creciente tensión, cualquier observador lejano valoraría como sorprendentes estos encuentros. Pero hay una mejor explicación: la tracción del modelo Barcelona en los JJ OO, que consistió en un esquema federador de esfuerzos, de reparto de cargas y de multiplicación de sinergias, es tal que los incentivos para desarmarlo son escasos. Nadie quiere romper la magia del ejemplo olímpico, nadie osa mellar las consecuencias positivas de la unidad de acción estratégica que tantos y tan buenos resultados allegó para Barcelona, Cataluña y España.

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Aflora también por encima de las tensiones de la coyuntura —que conviene no minimizar— otro hecho relevante. Consiste en que en el peor momento de las relaciones institucionales entre gobiernos de distinto nivel, cuando el desaforo dialéctico es difícilmente empeorable, el recurso a los tribunales parece el lenguaje dominante y cuando la percepción de lo ajeno pretende reemplazar al imperativo de la proximidad, justo en ese momento la gobernanza democrática sabe encontrar el mínimo común denominador de un protocolo correcto, revelador de unas relaciones de poder menos emponzoñadas de lo que a veces se escenifica.

Ambas constataciones —la validez del modelo Barcelona y la comunidad de valores, aunque sea minimalista— explican cómo la unidad de esfuerzos de sintonía y de estrategia se ha impuesto en el lanzamiento y defensa de la candidatura de Barcelona para la Agencia Europea del Medicamento, que prepara el abandono de su sede londinense, a causa del Brexit. Claro que cada administración exhibe razones propias para ello: el Gobierno, la necesidad de demostrar que no abandona a los catalanes a su suerte y que pugna por incrementar la participación española en las tareas, misiones y agencias de la UE; la Generalitat, la de evidenciar que se ocupa de algo más que la mera agitación y propaganda; la del municipio hegemonizado por Ada Colau, que su vocación de rebeldía no constriñe la pretensión de adaptarse a la cultura de gobierno.

Pero esos legítimos intereses particulares solo encuentran marco adecuado integrador en una iniciativa común de largo alcance europeo, superadora de todos ellos. Eso es lo fundamental. Y eso permite albergar alguna esperanza de que las ubérrimas lecciones del 92 sean aplicadas creativa y dinámicamente al contexto, diferente y mucho más complejo, de 2017.

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