El palacio efervescente de Jordi Labanda
El ilustrador nos muestra su casa barcelonesa, un paraíso enmoquetado de mármol, madera y cristal
“Un momento, perdona que me levante, es que las cortinas funcionan con un interruptor”, se excusa el ilustrador Jordi Labanda (Uruguay, 1968) cuando ve a nuestro fotógrafo pelearse con la tela negra que cubre las ventanas de doble altura de su piso, a un paso de las Ramblas (Barcelona). Una bombonera enmoquetada y forrada de mármol, madera y cristal –con muchos interruptores que controlan casi todo– que diseñó con el interiorista Francesc Pons en 2001.
“Tardé años en colgar un cuadro. Vivía felizmente impresionado, no me atrevía a poner ni una porcelana. Cuando Pons te da las llaves de uno de sus proyectos todo está tan perfecto que no quieres mancillar esa pureza. Pero van pasando los años y te va apeteciendo marcha. Así que un día compras un cuadro y a partir de ahí te vuelves loco”, cuenta Labanda riendo, sentado en la terraza frente a una mesa Knoll de mármol que soporta como puede los rigores del exterior. “Dejarla aquí fue un error”, suspira su dueño.
Dentro, las paredes, mancilladas con obras de David Hockney, Ryan McGinley o Martin Parr, demuestran que incluso una obra tan completa y perfecta como este piso puede evolucionar con su dueño sin convertirse en un frankenstein. Labanda es el hombre que, a finales de los años noventa, logró que la ilustración en España saltara de las tiras cómicas y asumiera un papel protagonista en la escena creativa internacional.
Su trazo limpio y los colores sólidos recuperaban el glamour de los primeros años sesenta, un estilo perfecto para comunicar el ideario retro con el que revistas y firmas de moda plasmaban la modernidad de entonces. La casa retrata “un momento muy eufórico. Muy flamboyante, lo reconozco. Quizá si la construyera ahora no tendría un aspecto tan lujoso”, dice.
La vivienda ocupa el palomar de lo que fue un palacete en el barrio Gótico, hoy convertido en generosos apartamentos. “Estaba muy destartalado, había que tirar todo. Pero yo quería construir algo, no hacer una reforma. Siempre había tenido la fantasía de vivir en una casa que me representara”. Para alguien con un gusto tan preciso y particular como este ilustrador, entregarse a un interiorista puede ser un sacrificio comparable a regalarle una hija al primero que pasa.
Sin embargo, “en este caso había mucha complicidad, éramos como un solo cerebro con dos cabezas. Y hay algo gratificante y efervescente en pelear por tu propio gusto. Es un bonito tira y afloja en el que siempre estás llegando a nuevas conclusiones. No me cuesta dar mi brazo a torcer si alguien tiene razón”, explica. Cuando Pons y Labanda terminaron, el resultado fue parecido a un escenario que el segundo podría haber dibujado: un espacio sobrio, pero lujoso y contundente.
“Había referentes muy claros. Paul Rudolph. Mies van der Rohe. Carlo Scarpa. Y Richard Neutra, claro, él fue siempre el gran mito. Algo así, pero confortable, vivible, cómodo”. Fue idea de Labanda la moqueta color verde hierba que subraya una erudita selección de mobiliario de mediados del siglo XX: varias lámparas Toio y una Snoopy, de Achille y Pier Giacomo Castiglioni; butacas Barcelona de Van der Rohe, o las sillas y mesas del comedor, de Eero Saarinen.
Nombres que, por una vez, no describen una acumulación oportunista de piezas con nombre y apellido sino la guinda de un proyecto planeado al milímetro. El ilustrador describe el trabajo de Pons (que también diseñó su otra casa, en Formentera) como “el epítome del estilo barcelonés, de cierto buen gusto catalán. Heredero del GATPAC, de los hermanos Correa, de Miguel Milá. Una solidez sin pretensiones, o con ellas, pero intelectualizadas”.
A Labanda, que sigue desempeñando su profesión entre el arte, la prensa escrita y la moda (ha lanzado una colección de gafas de sol), todavía se le olvida todo cuando cruza el umbral de su casa. “La sensación de protección sigue intacta”.
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