La generación sonámbula
Entré en la década de los 90 con una habitación presidida por dos pósters, uno era de La ley de la calle, la película de 1983 de Francis Ford Coppola, y el otro de Mi Idaho privado, firmada en 1989 por Gus Van Sant. El primero reproducía el plano en blanco y negro del enorme reloj sin manillas sobre el que se apoyaban el Chico de la Moto (Mickey Rourke) y su hermano pequeño, Rusty-James (Matt Dillon). Frente a ellos, el policía Patterson (William Smith) se mofaba del chico-de-leyenda. En el otro cartel, a color, River Phoenix y Keanu Reeves se adentraban en moto por las calles de Portland, donde Phoenix, perseguido por la sombra del chapero narcoléptico que interpretaba en la película, había multiplicado su consumo de drogas.
El suicidio de Chris Cornell a los 52 años el 18 de mayo ha sido un inesperado mazazo a mi ya castigado santoral de aquella época. Primero fue Phoenix, desplomado a los 23 años en 1993 a las puertas del Viper Room, en Los Ángeles, víctima de un cóctel letal de cocaína, heroína, marihuana y valium; un año después Kurt Cobain se pegaba un tiro en la cabeza a los 27 y ahora el bueno de Cornell se ahorca en el baño de un hotel de Detroit después de una actuación en la que, según los testigos, perdía la letra de las canciones. Esa misma tarde, Eddie Vedder, el líder de Pearl Jam, se convirtió en trending topic, temerosos sus fans de un improbable efecto contagio. Yo recordé un pasaje de Las vírgenes suicidas, el libro de Jeffrey Eugenides de 1993 que Sophia Coppola adaptó al cine al final de la década. “Para la mayoría de las personas el suicidio viene a ser como la ruleta rusa. Hay una sola bala en el tambor. En el caso de las hermanas Lisbon, el arma estaba totalmente cargada. Una bala por presión familiar. Una bala por predisposición genética. Una bala por malestar histórico. Una bala por impulso inevitable. Las otras dos balas son imposibles de nombrar, pero esto no quiere decir que las cámaras estuvieran vacías”. Eugenides empezó a esbozar este relato fascinante sobre el paso a la vida adulta porque en la universidad un conocido se había quitado la vida el día después de acercarse a su casa para pedirle un libro. ¿Para qué demonios quería entonces el libro?
"En los noventa no queríamos asaltar los cielos de ninguna universidad y padecíamos una alergia innata a cualquier forma de poder y éxito"
Los de los 90 hemos pecado de demasiadas cosas: hacernos de menos, no creernos nada, padecer nostalgia crónica de no se sabe muy bien qué… Una vez un amigo mayor, al referirse a los jóvenes de entonces en España, insistió en cierta indolencia colectiva que sumada al exceso de hedonismo y una época de bonanza económica desconocida en las democracias occidentales dio fatales resultados. “¿Una generación sonámbula?”, le espeté. Es cierto, no queríamos asaltar los cielos de ninguna universidad y sí, padecíamos una alergia innata a cualquier forma de poder y éxito. Lo digo sin orgullo. De entonces conservo mi dudoso gusto por las camisas de cuadros de franela, un respeto reverencial por los inadaptados y el nacimiento, al final de la década, de mi hija.
Pasé el embarazo viendo partidos de los Chicago Bulls en Canal Plus y cantando por enésima vez y a grito pelado el Alive de Pearl Jam. También desde Seattle —base de operaciones del grunge y durante años mi epicentro emocional— llegaba Frasier, aún hoy mi serie favorita. Aquel engolado psiquiatra radiofónico y su hermano Niles me alegraron la vida. Eran unos snobs patanes, siempre fuera de lugar pero con un altísimo concepto de sí mismos. Así eran los 90, tan escépticos como arrogantes. Y para qué negarlo, a veces los echo de menos.
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