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Tentaciones
lo que hay que ver

Ángel Garó vs. Sálvame: surrealismo vs. surrealismo

Tras haber sido denunciado por presuntos malos tratos, el actor pasó por el programa de Telecinco a dar su versión de los hechos. Quien esperara un brote psicótico en directo se tuvo que quedar decepcionado

Cuando hace dos semanas saltó la noticia de la detención de Ángel Garó (un feo asunto de supuestos malos tratos), las redes sociales no tardaron en recoger cataratas de anecdotario demente. Por el microcosmos de Telecinco, tan abundante como el MCU de Marvel y tan grotesco como el de Universal, pasaron varios testimonios que acreditaban el comportamiento errático del artista, con el acompañamiento visual de un vídeo que lo mostraba manteniendo un enfrentamiento dialéctico con la policía desde la altivez de su balcón (“a mí se me paga para verme”) y en pancha desnudez. Ante el chaparrón, Garó trataba de defenderse con conexiones en directo desquiciadas y entrevistas en las que alguna de las preguntas llegó a ser un “cálmese, por favor”, con su negrita y su todo. La historia, vamos, no pintaba bien.

Anoche el malagueño se sentaba por primera vez en Sábado Deluxe, esa mutación noriesca (por La Noria) que sufrió el antiguo Sálvame de los viernes. En teoría, ahora recogen más temas sociales, lo que nos permite ver cómo pasan del corazoneo a los atentados de Londres y, por último, a Jimmy Giménez Arnau preguntando cosas sobre coños. No es un baile agradable porque la frivolidad rima mejor con la frivolidad, siendo el gran mérito del formato su entrega desacomplejada al esperpento kitch, pero bueno, qué se le va a hacer.

Tras el anuncio de Ángel Garó, las redes sociales esperaban un remake de aquella aparición mítica de Pajares en ¿Dónde estás corazón?, cuando acuñó la expresión “yo vivo en hotel”, magistralmente desprovista de artículo, como preámbulo de una fantasía paranoica de poltergeists y médicos perversos. El recital dadá del protagonista de Ay, Carmela era como la season finale de su propia saga de enredos familiares. Ya en plató había dado muestras de estar un poco cucú, pero es que poco después sorprendió al mundo atracando un bufete de abogados con pistola de juguete (y un bigote falso, no se nos olvide esto porque es muy importante: un-bigote-falso). La tragedia babyjanesca de Ángel Garó tenía todos los ingredientes para hacer algo parecido: cómico prestigioso venido a menos, acusaciones de maltrato y abuso de sustancias, delirios de grandeza… Sin embargo, Garó toreó todas esas expectativas y nos confrontó con un reflejo poco amable de nosotros mismos, espectadores supuestamente irónicos que queríamos un loco a la parrilla.

El actor dio una entrevista educada, serena. También rara, mucho. Pero no se puso a desvariar con frenesí, presa de la misma fiebre folclórica que le había llevado a cebar su intervención con una llamada al programa de tarde, el día anterior, exigiendo dinero. Fue una charla suave, con un Garó de blanco azahar, fingiendo buena disposición con una sobredosis de “cariños” y “cielos” y “amormíos” ante cada pregunta incómoda, como si estuviera en todo momento contenido, la piel tersa, ultramaquillada hasta límites imprudentes, y el arma secreta de una sonrisa jokeresca asomando, trémula, en los momentos más tensos de la conversación. Quien esperara poco menos que un brote psicótico en directo se quedó decepcionado, seguro.

Hombre, hubo sus cosas. El narcisismo de Ángel Garó es, por ejemplo, un animal incontrolable y muy simpático de ver, televisivamente. No se arrugó, por ejemplo, al confesar que reaccionó a su detención diciéndoles a los policías: “si me muero salgo en los telediarios”. Una de sus ex parejas dijo la semana pasada que cuando estaban juntos él le ponía El crepúsculo de los dioses y se identificaba con Gloria Swanson. Algo parecido le pasa con Ciudadano Kane, cuya moraleja parece haber entendido muy libremente, según se infiere de una entrevista reciente con El Mundo: “No me merezco que se hagan acopio de ciertas cosas y no de las otras. Mira la película Ciudano Kane, de Orson Welles, y te lo explicará todo. ¿Ángel Garó, un maltratador? ¡Después de todo lo que he hecho por Málaga! ¡Qué poco respeto!”

Eso fue lo más tétrico que pudimos ver de él. El resto del tiempo, regateó con talento y gracia su propia imagen de histérico incontrolable. El Deluxe sentó en su silla a un tipo brillante, que probablemente esté un poco regular de lo suyo, no digo que no, pero que ofreció un espectáculo soberbio de contención actoral. Cuando uno de los colaboradores se atrevió a poner en duda el cariño que por él sentía Málaga (Málaga así como ciudad, que en esos términos absolutos se hablaba anoche), Garó le dedicó una mirada petrificada, con esos aires de diva gótica enrocada en el victimismo; fue ahí cuando, por unos segundos, salió de su personaje moderado llamándole “tonto”. Sólo eso: tonto. Se notó, además, que el programa lo buscaba, probablemente harto de la calma tensa. Alguien dijo: “Ángel, no te quedes así, seguro que le quieres contestar algo”, lo que no deja de ser un poco disimulado “uy lo que te ha dicho”. Y ahí llegó el “tonto”, que Garó pronunció invirtiendo una delectación igualmente enérgica en todos y cada uno de sus cinco fonemas, como si le saliera de dentro, visceral, pero también como si gozara el paréntesis de liberación. “¡Tonto!” Sentías vibrar fuego escénico en ese “tonto”, había cierta belleza en él, igual que cuando saca a relucir, folclórico, su imaginativo aspersor verbal, y dice cosas como “mi madre estará enferma de la pierna, pero es mucho más guapa que la tuya, que tiene ojos de besugo”.

Garó, tras decir “tonto"
Garó, tras decir “tonto"

Ya se sabe que estos programas nuestros de la sordidez viven de ciclos. Algunas tramas exigen una renovación constante; otras caducan pronto. Este proceso de explotación narrativa suele identificarse en el metafórico popular con una picadora de carne. Se ha convertido en un cliché tan manoseado que uno puede escucharlo tanto de su abuela como de un catedrático: “éstos ponen la picadora de carne y…”. El problema es lo que viene luego de ese “y”. Cuando las cadenas ponen en marcha la picadora, nosotros podemos: a) no ver el espectáculo, b) verlo, embelesados y c) verlo, pero por las risas. Yo he practicado la C toda la vida, no quiero engañar a nadie. Ejerzo la doble moral de quien jamás aprobaría que existiesen programas dedicados a explorar la víscera pero que, una vez existen, es capaz de divertirse desde eso que llaman “distancia irónica”, sintagma la mar de cuco que a la gente como yo nos viene de perlas para eufemizar nuestro cinismo.

Nunca supe si Ángel Garó me hacía gracia o no. Su estilo en el 1,2,3 y Noche de Fiesta era una marcianada difícil de calificar, una especie de negación del chiste casi posthumorística. Nunca supe si Ángel Garó me hacía gracia o no, y supongo que por eso mismo me la hace. Su actuación de ayer en el templo de la telebasura fue colosal. Entró como un loco y salió como un torero que acababa de cortarle las dos orejas al formato inventor del polideluxe, la Esteban picassiana o la Karmele de Eurovisión. Sálvame es una fábrica de surrealismo costumbrista que fue incapaz de meter a Garó, más raro y probablemente más inteligente que todos los que estaban allí afilando los cuchillos, en su picadora de carne. Y a mí, no sé por qué, me pareció bien.

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