El legendario diseñador que renunció a ser arquitecto para hacerse artesano
Miguel Milá sigue "reparando cosas" a sus 86 años. Un documental cuenta su admirable vida
“Cuidado: hay muchos niños”. La placa en la puerta del terreno de Esplugues (Barcelona) donde residen muchos de los Milá ya no responde del todo a la realidad. Pero avisa de que tras la verja habita gente peculiar. Mientras vivía la matriarca, todos los hijos se reunían en el salón de la casa grande, que llamaban La Rotonda. “A los maridos y mujeres no les gustaba mucho ese exceso de contacto, pero a mí me fue muy bien”, admite Miguel Milá.
Su mujer desde hace 54 años, Cuqui Valcárcel, no lo niega. Ambos ocupan una de las casas en un extremo de la finca, junto a la capilla –ahora trastero– y al lado del lugar preferido del diseñador de 86 años: su cuarto de las herramientas, impecablemente ordenado. Allí pasa muchas horas arreglando lo que no funciona. Esa es su ocupación favorita y también su idea de lo que debe hacer el diseño. Allí, entre clavos y sierras, le filmó Poldo Pomés en el documental Miguel Milá. Diseñador e interiorista. Inventor y bricoleur, producido por Santa & Cole, la editora de sus lámparas legendarias y con la que sigue trabajando a día de hoy.
Tras haber visto el documental, ¿ha descubierto algo de su obra que no sabía? Cuando yo empecé no era nada partidario de la artesanía y ahora lo soy del todo. Entonces, en España no había diseño industrial. Nosotros nos considerábamos herederos de la escuela de Ulm y no nos dábamos cuenta de que el diseño empieza en la artesanía. Hace unos años me nombraron Maestro Artesano y me sentí muy orgulloso.
Maestro artesano, sí, pero arquitecto, no. Dice que el día más feliz de su vida fue el que dejó colgada la carrera para dedicarse al diseño. Encantado de no serlo, pero muy contento de los años que estudié Arquitectura por el contacto que tuve con los compañeros. Repetía tanto y era tan mal estudiante que los conocía a todos. Me gusta muchísimo la tertulia y hablar, siempre digo que vivo de gorra porque me nutro de las conversaciones con gente más culta que yo de la que voy sacando cosas.
¿Cómo se vivía la situación política aquellos años en la facultad? Yo no me metí nunca en cuestiones de estas a pesar de que opinaba que era un desastre todo. Opté por dedicarme profundamente a mi profesión, esta fue mi aportación. No me preocupé nunca de ser activista político contra el régimen de Franco, totalmente injusto y erróneo. Celebraba las acciones que hacían amigos míos, pero no me metía en estas cosas.
¿En su casa eso suponía una ruptura generacional? Mi padre era de derechas y monárquico, por lo tanto inmediatamente se dio cuenta de que estaba contra Franco. Estaba muy decepcionado porque le cortó las alas desde el principio. Le nombraron presidente de la Diputación y duró unos meses, muy poco. Lo echaron de allí. O sea, que siempre hemos vivido en contra de Franco.
Pero formaban parte de aquellos catalanes que, como dijo Esther Tusquets, “habían ganado la guerra”. Sí, sí, absolutamente.
Entonces vivían en la plaza Sant Jaume. No quedan barceloneses por allí, es la zona cero de la masificación turística. Me pone muy triste ver que el barrio ha perdido su calidad de barrio, ahora es todo un negocio. Yo empecé mi labor como diseñador siendo un estudiante de Arquitectura, trabajando en el despacho de mi hermano Alfonso y Federico Correa y, como necesitábamos muebles y lámparas, me metí en esto. Estaba muy implicado con los artesanos del barrio. ¡Con el herrero de la esquina aprendí muchísimo! Eso lo echo de menos, el comercio de barrio. Se ha perdido la mercería, la ferretería, de la que yo soy entusiasta total. Ya no hay esta artesanía doméstica que yo practico en mi taller.
¿Qué es lo último que ha hecho allí? Hago las palas matamoscas que salen en el documental. La primera la hice para mi mujer, que quería una que no fuera fea y me las inventé, uniendo una caña de bambú y una pieza de cuero. Cada vez que me invitan a una casa, les llevo una pala. Estoy constantemente haciendo arreglos.
¿Ha traspasado esta habilidad a sus hijos? Sí, a todos. Menos al mayor, Juan, que es editor y es más intelectual. Micaela es muy creativa, diseñadora gráfica. Luego está Gonzalo, diseñador como yo y también muy hábil, y el pequeño que es totalmente bricoleur. Él vive en el campo y allí corta leña y hace todo tipo de inventos. Ha heredado completamente mi afición. Se va a los chinos; se conoce todas las posibilidades. Sabe mucho más que yo.
¿Qué le molesta del diseño actual? Me preocupa mucho la falta de sentido común. Los hoteles, por ejemplo. Te reciben en habitaciones más pensadas para ser innovadoras que para ser cómodas, y esto es horrible. Cuando entro en una habitación de hotel prefiero ver interruptores comunes, que ya sabes cómo funcionan, que un sistema domótico. Para dormir tienes que ir apagando luz por luz. En el último en el que estuve había letreros para explicar cada uno: “Relax”, “Bienvenida”, “Baño”. El lavabo es una especie de palangana, todo salpica… ¿A mí qué me importa que me impresione?
¿Diría que esos hoteles y restaurantes forman parte de una especie de neocursi? Usted habla bastante en el documental de su lucha contra todo lo ñoño. El ñoño ha ido acabándose. Uno de los que ha intervenido más es Ikea. Ha ayudado mucho, con unos precios desmesuradamente baratos. Como tienen diseñadores muy buenos, han conseguido educar al comprador.
La lámpara TMM, uno de sus hitos producidos por Santa & Cole, es tan fácil de montar como cualquier flatpack de IKEA. Usted no tarda ni dos minutos. Yo estoy orgullosísimo de haber conseguido esa lámpara, y además surgió de un concurso de mueble barato que convocaba una feria que entonces se llamaba Hogarhotel. Había que idear todo el mobiliario de una casa, comedor, dormitorio, pasillo… Todo, por menos de 50.000 pesetas [unos 300 euros]. Ganamos, por cierto. Lo que me gusta es constatar que nació como una cuestión de economía de medios. Tuve que ajustar mucho. Incluso puse la gomita aquella para graduar la altura de la parte eléctrica. Pensé: “Bueno, si se estropea, con una goma de pollo puede sustituirse”. De hecho, lo hace mucha gente.
Y a usted no le importa nada ir a una casa y encontrarse una goma de pollo. Ciertamente, no me importa, pero no negaré que me parece feo. Así que, si puedo, la cambio. Cuando sé que hay un fan que posee una lámpara y este me invita a cenar, yo llevo siempre algún repuesto.
Mientras su generación introducían a duras penas el diseño, Núñez y Navarro plagaba Barcelona de pisos mal planteados, que daban a la nueva clase media lo que pedía faltándole un poco al respeto. Lo mismo sucedía en el resto de España. ¿Qué fallaba ahí? ¿La revolución del diseño se quedó en algo para las élites? No falló nadie, pero hay un sistema económico y político que consiste en que el mundo lo comandan el interés y la economía. Esto es difícil que se acabe. Yo de todas formas soy optimista y creo en el progreso. Para mí, el progreso no es romperlo todo y empezar. Yo me confieso conservador progresista. Considero que poquito a poco se puede ir modificando lo que no funciona. Lo está demostrando el Papa, que para mí representa la Iglesia que más me gusta. Progresemos, no rompamos.
¿También con el diseño? También, también. No diseñes otra lámpara, progrésala. Yo rompí con mis socios de la empresa que fundé porque me pedían más lámparas para vender y no quería. Para qué, si las que había hecho ya funcionaban.
¿Entiende a los diseñadores hiperprolíficos, que lo mismo hacen un hotel que un taburete? Cada uno hace lo que puede, pero eso te lleva a tener que preocuparte por la innovación, que es meterse en la moda. Los que me gustan tienen emoción estética. Los italianos, los nórdicos. Castiglioni, Albini, Magistretti, Aalto. Para mí, Finlandia era lo mejor. Si te fijas, los finlandeses solo tienen cuatro cosas y llevan toda la vida repitiéndolas. Como son muy buenas, no hace falta cambiar. ¿Para qué? Son clásicos: aquello que no se puede hacer mejor.
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