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LA MEMORIA DEL SABOR
Columna
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El paraíso ignorado

El mar entre franjas de tierra, el verdor del campo, las mariscadoras escarbando el lodo con la marea baja... Estas islas instaladas al sur de Chile viven la diferencia

Un pescador en aguas de Chiloé (Chile).
Un pescador en aguas de Chiloé (Chile).

Las ostras de Ramón Molina crecen durante cinco años sobre el fondo marino de uno de los canales que separan las 40 islas que forman el archipiélago de Chiloé. Cuando las pides en su restaurante, Ostras Caulín, Ramón trae tres piezas de distinto tamaño para que elijas.

Pertenecen a la misma familia —ostrea chilensis— y se plantaron al mismo tiempo, pero no crecen iguales. La más chica tiene el borde negro y el sabor intenso y marcado, mientras la mediana pierde la orla de color y gana en suavidad. La más grande es carnosa, elegante y resume el sabor del mar. Tremenda. Ramón cuenta que más de la mitad salen con el borde negro. Por aquí es la preferida.

No hace una hora que bajé del ferri que trae del continente y el camino hacia Ancud, centro de la ostricultura local, deja claro que estas islas instaladas al sur de Chile viven la diferencia. Estoy en la Isla Grande de Chiloé, en medio de un paisaje que conmueve, tal vez porque resulta al mismo tiempo familiar y ajeno.

El mar entre franjas de tierra, el verdor del campo, las mariscadoras escarbando el lodo con la marea baja, las explotaciones agrarias asomadas al borde del mar, el pescado y las vacas, los cerdos y los hongos, las ovejas y los manzanos, enormes y siempre diferentes, salpicando los cerros de rojo y amarillo… Podría decir que estoy en la costa de Bretaña o en una ría gallega, pero el mercado muestra argumentos para rechazar la idea.

El primero son las papas andinas, cultivadas a nivel del mar sin que cambie su naturaleza, y luego vienen las algas, encabezadas por el cochayuyo. Y los mariscos secos ensartados en juncos colgando en los puestos del mercado de Castro, la capital de Isla Grande de Chiloé —piures, almejas, machas, navajuelas choros…—, el descomunal y sutil ajo elefante, grande como ningún otro, la murta, una mirtácea que exige atención, las habas moradas… La lista no cabe en esta columna. Demasiada información y poco tiempo para destilar certezas pero la intuición empuja a pensar que en esta tierra privilegiada se han juntado dos despensas: la de los mapuches originarios y la llegada con la invasión y las migraciones. El resultado es una sola que vuelve la vista hacia el territorio para integrarse en la identidad originaria. El resultado del encuentro es fascinante.

Doy con él en dos restaurantes de Castro. Muy cerca del mercado está Travesía, el negocio de Lorna Muñoz, autora junto a Renato Cárdenas, de Chiloé contado desde la cocina, un libro indispensable para acercarse y entenderlo todo. Sobre la mesa desfilan productos del mar, tan singulares como una navaja grande y carnosa que llaman huepo o el piquilhue, un caracol, alargando que Lorna sirve fileteado, con una salsa de lamilla (lechuga de mar). Por su parte, Mauricio Ayala convierte la cocina de Cazador en un gozoso recorrido por la despensa con los protagonistas sucediéndose cada semana. Una mañana de compras con él es un tour que rastrea entre granjas y huertas de esta y otras islas. Aquí también van a la compra en ferri.

La esencia de los sabores de Chiloé está en el curanto, una preparación hecha bajo tierra cuyas primeras referencias se remontan unos 10.000 años atrás. Mezcla mariscos, carne, legumbres y papas, entre otros ingredientes, para cocinarlos enterrados, aprovechando el calor de piedras al rojo. Le dicen curanto al hoyo. El mar siempre está presente. Embarco en el Linda Andrea para encontrar la centolla austral, con patas largas carnosas y dulces, el centollón y la jaiba. También nos entra el pez sierra y de un tiempo a esta parte llega el atún de aleta azul. Es una costa privilegiada que sufre la tragedia de los criaderos de salmón.

Lo más sobrecogedor es el doble silencio que domina la vida de Chiloé. El de la naturaleza nunca es total, pero el que se concreta lejos de allí, en Santiago, resulta estremecedor. Nadie parece ser consciente de su existencia y menos aun del tesoro culinario que encierra. No es nuevo en este país acostumbrado a dar la espalda a lo propio, pero la magnitud de lo que acabo de ver lo hace todavía más incomprensible.

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