Molinos machistas y vientos igualitarios
Mi historia se parece mucho a la de Luz Sánchez-Mellado. Mi madre, mi padre y mis abuelas, tuvieron que abandonar Castilla La-Mancha en búsqueda de nuevas oportunidades y una vida mejor siendo muy jóvenes. La encontraron en el País Vasco, mientras que el resto de la familia se dispersaba entre Barcelona y Madrid. Pero a pesar del tiempo, la distancia, y como seguro le ocurre a todo aquel que ha sido desgarrado alguna vez de sus raíces, lo que acontece en las tierras y a las gentes manchegas, palpita en mí con especial ahínco, preocupación y emoción.
Cuesta llegar a imaginar el diabólico y patriarcal escenario en el que un hombre “normal” acaba atrozmente con la vida de su pareja, para arrebatar después el aliento a dos criaturas, sus propias criaturas, con sus propias manos, como ha ocurrido en Campo de Criptana (Ciudad Real). Un hombre hasta ayer anónimo, ha sido radicalmente “normalizado” en cuestión de horas por la narrativa tóxica que sistemáticamente ayudan a construir los medios de comunicación, contribuyendo peligrosamente a desviar la atención sobre las causas de las violencias machistas.
El día después de la barbarie, las banderas del ayuntamiento ondeaban a media hasta, pero los molinos de viento siguen moviendo sus aspas inalterables. Tal vez esos molinos sigan siendo los monstruos contra los que entablara el hidalgo de La Mancha aquella batalla desigual. Tal vez escondan venenos patriarcales, que se adaptan al viento para no cambiar. Tal vez nos corresponda a nosotras, pero especialmente a nosotros, hacerles frente, derrotarlos, desenmascararlos, vencerlos, porque quieran o no, soplan contumaces vientos de igualdad, que son imparables, también en Castilla La-Mancha.
En este aciago comienzo de año 2017 para la vida y la libertad de las mujeres, y un número también insoportable de niñas y niños. Castilla La-Mancha se sitúa, de forma tan triste como alarmante, a la cabeza de asesinatos por violencia de género en España, que ya sobrepasa los 21 casos, aunque en la parte no visible del iceberg están las 390 denuncias diarias, las 600.000 mujeres mayores de edad que son víctimas de violencia machista. Algo está fallando.
La directora de la Unidad de Violencia de Género de Ciudad Real lo confirmaba: "No consta ninguna denuncia, orden de alejamiento, ni episodio violento previo”, pero claro, tampoco lo había en los otros cinco casos de violencia machista que se han registrado en esta región, aunque la denuncia no es sinónimo de protección, ni mucho menos.
Me resisto a hacer paralelismos entre sufrimientos, pero sí en las reacciones a las distintas violencias. Me indigna, y no puedo evitar pensar por qué las cinco víctimas del último ataque en Londres son un problema internacional con una atención mediática de primera magnitud, también en España, mientras que las cinco mujeres y las criaturas asesinadas, solo lo son en Castilla-La Mancha. En el resto no pasan de la página de sucesos, se disipan al día siguiente, y ni suponen un vuelco en las políticas públicas ni en el compromiso colectivo por la igualdad y contra las violencias machistas.
Trolls en las redes como activistas del neomachismo
Por sí mismas, las consecuencias de la violencia son desgarradoras. Pero la agresión no queda ahí. Es doblemente preocupante el papel que tienen los trolls en las redes sociales, respondiendo activamente cada vez que se produce un acto de violencia machista tratando de culpabilizar a las mujeres en un ejercicio obsceno de hipérbole misógina.
Para muestra, un botón. Esta misma semana compartí en mis redes sociales la noticia de los asesinatos en Campo de Criptana, y como casi siempre ocurre, una troll, supuestamente ilustrada (esta persona tuvo un cargo relevante en una importante organización de defensa de los derechos de la infancia), empezó a argumentar a favor de la presunción de inocencia del asesino (“lo de Ciudad Real no está juzgado”), para seguidamente poner encima de la mesa, aunque parezca incomprensible, terrible y nauseabundo (teniendo en cuenta que estamos hablando del asesinato de una mujer y de dos criaturas), la idea de que “son más mujeres las que asesinan a sus hijos”, para posteriormente desnudarse y afirmar sin ningún tipo de rubor que “flaco favor hacéis a las mujeres y hombres, cuando el género es el totalitarismo del Siglo XXI”…
Aunque me asuste en ocasiones tener que enfrentarme a este argumentario del extremismo misógino y anti feminismo radical, lo que más me preocupa es la parte no visible del iceberg y cómo este tipo de argumentaciones pueden tener más presencia social de lo que imaginamos, al no ser visibles y encontrarse mayoritariamente ocultas bajo el manto moral de lo políticamente correcto. Lo más peligroso sea tal vez que este sexismo invisibilizado emerja de forma cotidiana en los espacios privados, y más aún, que pueda llegar a emerger en lo público y lo político, cuando los vientos sean propicios (y de esto Trump sabe mucho…).
Las violencias masculinas y fangos patriarcales
Cuando era sólo un niño, veraneábamos en el pueblo de mis ancestros maternos, en Porzuna, (Ciudad Real). Allí presencié un suceso violento que me marcó. Una tórrida noche, antes de ir al cine de verano, a escasos metros de donde nos encontrábamos, un hombre mató a otro con una escopeta de caza, mientras que éste tomaba “la fresca” en la puerta de su casa tras un breve intercambio de palabras que ni siquiera llegó a discusión.
En infinidad de ocasiones había oído contar a mi abuela historias crueles donde el elemento común era el papel de hombres como victimarios. Eran relatos sobre abusos, de hombres que daban “mala vida” a sus mujeres, del asesinato de los maquis, cuyos cuerpos bajaban en mulas desde la sierra para el escarnio público. Pero sentir la muerte y el asesinato tan cerca lo sitúa en otra dimensión, y aún en la mente de un niño, te lleva a preguntarte cómo es posible que un ser humano pueda llegar a dañar, violentar o arrebatar la vida a otro.
La perspectiva de género, los estudios feministas y la investigación para la paz han puesto luz (y mucha), al complejo sistema de socialización (aquello que aprendemos imitando), la tecnología relacional (lo que hacemos cuando convivimos), los radicales y constantes estereotipos (aquellos que se asigna a cada persona por nacer con vagina o pene) y a la inmensa maquinaria simbólica (todo lo que percibimos y sentimos) que hacen posibles las violencias masculinas. Y lo más apasionante y perverso es, que todo lo anteriormente expuesto, se aplica inexorablemente en una biografía concreta, en un cuerpo (el del hombre), para que una ideología con su narrativa, (el machismo), llegue a habitarlo y construirlo con espantosa naturalidad.
Este cuerpo de hombre, tan inconsciente como infeliz, copado por emociones distróficas, en un momento dado, va a utilizar la violencia para hacer frente a un conflicto, o simplemente para controlar una situación o imponer su criterio en una relación, porque se siente no sólo legitimado, sino preparado y entrenado para hacerlo. La violencia sexista no es locura ni delirio, sino eficacia en la reproducción de un modelo de socialización machista y androcéntrico.
La violencia no es ni natural, ni biológica, ni inherente al ser humano, como lo demuestra el hecho de la híper representación masculina en los actos violentos, y también por lo incontestable de que sólo algunos hombres la ejercen (menos del 10%) y no lo hacen siempre ni en todo lugar. Por tanto, la violencia es profundamente tecnológica, cultural, relacional, y requiere de modelos rígidos, estereotipados, así como de cientos de miles de estímulos tóxicos en cada biografía masculina, para que logremos desconectar de algo que sí que es profundamente natural y biológico como la empatía, la capacidad de amar y la compasión. Rasgos innatos, universales, presentes tanto en hombres como en mujeres, que nos empujan a no dañar, y que a lo largo de la historia evolutiva nos han permitido sobrevivir como especie.
Insisto, las violencias masculinas existen como fenómeno pandémico, no porque exista una naturaleza violenta, sino porque nos reproducimos y somos parte de una cultura violentológica, en la que lo que se naturaliza es la desigualdad, en la que se construyen cuerpos, narrativas, emocionalidades e ideologías específicas en los hombres, legitimándolos y preparándolos para hacer uso de la violencia, en un contexto de desigualdades y misoginia latente.
En el estudio The Man Box realizado por Promundo para Unilever y publicado esta misma semana en Estados Unidos, se constata que el 50% de los chicos jóvenes consideran que deben actuar de forma “dura” para hacer frente a cualquier situación, aunque sientan miedo, una presión para actuar de forma violenta que proviene fundamentalmente de la familia y el grupo de iguales.
No debemos olvidar que, según datos de la OMS, el 90% de las mujeres y el 96% de los hombres asesinados en el mundo lo fueron a manos de otros hombres, mientras que el 45% de las mujeres asesinadas lo fueron a manos de sus parejas o ex parejas, hombres de nuevo. En España, el 93% de los delitos los cometen los hombres, y este porcentaje se dispara cuando nos referimos a los delitos más graves y violentos.
Las violencias masculinas están detrás de la práctica totalidad de las catástrofes humanas, en forma de guerras, atentados, violencia sexual, acoso...y de forma especialmente grave y significativa en la violencia de género, por la situación de desigualdad entre hombres y mujeres. Tal y como nos recuerda Michael Kaufman, la violencia contra las mujeres no es un problema de mujeres, sino que se trata de un problema de los hombres, que sufren y padecen las mujeres, las niñas y los niños.
Miguel Lorente nos insiste un y otra vez que ningún hombre que ejerce la violencia contra su pareja o sus criaturas es un autodidacta, sino que se nutre necesariamente de un caldo de cultivo social, fundamentalmente, a través de la interacción con otros y otras. Quiero aclarar, porque sé que este tipo de reflexiones pueden ser manipulables, que culpable del hecho violento es quien ejerce la violencia, pero que todos tenemos mayor o menor responsabilidad en la creación de la sopa tóxica supremacista masculina y legitimadora de las violencias. Insisto, no se trata de victimizar a los hombres, sino de ir a la raíz de las violencias, culturalmente aceptadas y legitimadas, para poder contraponer una cultura hegemónica en clave de paz.
La buena noticia es que cada uno de nosotros podemos convertirnos en creadores de paces, siendo catalizadores, embajadores, referenciadores y practicantes de otro modelo de masculinidadad, como cada día hacen en España cientos de miles de hombres buenos, que conviven con mujeres libres, y que como las meigas, “haberlos haylos”, también en La Mancha. Como plantea María Antonia Caro, la violencia contra las mujeres es un problema profundo que cuenta con avales sociales significativos, que afecta a la democracia y en el que es fundamental intervenir: no habrá salida a la violencia sexista si no hay participación ciudadana.
Miguel de Cervantes, nada sospechoso de infiltrado o colaboracionista de los feminismos, decía ya hace algunos siglos a través de mi querido Hidalgo de La Mancha que “cambiar el mundo querido Sancho, no es utopía, sino justicia”…Y algo más profundo y esperanzador aún: “No ames lo que eres, sino lo que puedes llegar a ser”.
Hombres, compañeros, varones, seamos quijotescos: no nos conformemos con lo que somos, con cómo aprendimos a actuar y a relacionarnos, entre nosotros y con las mujeres; con el modelo de hombre poco cuidador, emocionalmente distante, utilitarista en exceso o volcado en el trabajo que aprendimos a ser, sino en el ser cuidador, empático, expresivo, o lo que es lo mismo, más libre, completo, pacífico, justo y feliz, que podemos llegar a ser. Parece, amigo Sancho, que en el Siglo XXI, la utopía es la androginia, o lo que es lo mismo, buen amigo, que tanto las mujeres como los hombres, seamos libres de ser y vivir, tanto la magia de la expresividad (catalogada socialmente como femenina), como de utilitarismo (lo que se ha nombrado como masculino obligatorio). Porque sólo así, podremos llegar a ser nosotras mismas, esas personas libres, completas, imperfectas, complejas y felices, que bailan al son de la utopía.
Yes, we can!
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