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MIRADOR
Columna
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Vidas cruzadas

Siempre salvaremos más vidas de las que los dementes que conducen camiones siegan

Javier Sampedro
Velas en memoria de las personas asesinadas en Berlín.
Velas en memoria de las personas asesinadas en Berlín.Michael Sohn (AP)

El 23 de mayo pasado, una mujer de 87 años llamada Patty Ris se atragantó con un buen bocado de hamburguesa que le habían servido en el comedor de Deupree House, su residencia de ancianos en Cincinnati, Ohio. Los camareros de Deupree House sabían muy bien lo que hacer en esos casos, no tan infrecuentes en una residencia de ancianos que sirve hamburguesas paliativas a sus perjudicados clientes. Se llamaba maniobra de Heimlich, y consistía en agarrar a Patty desde atrás y presionarla sin complejos en el abdomen hasta que escupiera el mal bocado que estaba a punto de matarla. Pero, de pronto, los camareros se detuvieron al unísono. Un compañero de Patty en la residencia, casi 10 años más viejo que ella, se les había adelantado con decisión. Le aplicó la maniobra de Heimlich y le salvó la vida. Los camareros no se sorprendieron: el tipo era el mismísimo Heimlich, el cirujano torácico que había inventado la maniobra. Fue su última hazaña, porque Heimlich murió el sábado pasado de un infarto, y contra eso no había maniobras.

Estos días andamos sacudidos por la muerte y la destrucción que puede generar un vulgar camión en Berlín, como lo estuvimos antes por otro en Niza, y como lo hemos estado siempre por otros epítomes de la estupidez sanguinaria, de la arbitrariedad del destino. Nuestros mercadillos navideños estarán esta semana ocupados por maderos de rostro tenso y gatillo fácil, y hasta los miraremos agradecidos por su alarde de poder destructivo. En el caso de España no tenemos que preocuparnos por los refugiados —apenas hay alguno—, pero toda persona de etnia dudosa y piel bruna será objeto de escrutinio, y por tanto de vejación. La operación de los dementes habrá entonces alcanzado su fin último, que es volvernos a todos igual de idiotas que ellos. Y, una vez más, nos habremos equivocado.

En los países occidentales, la inmensa mayoría de la gente sigue muriéndose de infarto. Y los demás se mueren de ictus, cáncer, neurodegeneración y otras secuelas de la edad avanzada o la mala vida. Para un epidemiólogo alemán, la docena de víctimas de Berlín no merecerá ni una nota al pie de su informe semanal. Resulta brutal decirlo, pero es la pura realidad.

Doce muertos. ¿Saben cuántas vidas salvó Heimlich, ese viejo de 96 años de la residencia de Cincinnati? Se cuentan por cientos de miles, si no por millones. Los dementes que conducen camiones no pueden ni soñar con esas cifras. Su irrelevancia estadística los convierte en un engorro obsceno y tramposo. Siempre salvaremos más vidas de las que ellos siegan.

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