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Tribuna
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Más inteligencia

Para que el pensamiento no sea inoperante hay que combatir las inercias heredadas

El miedo al futuro, propio de una población avejentada, es uno de los rasgos que definen la Europa actual.
El miedo al futuro, propio de una población avejentada, es uno de los rasgos que definen la Europa actual. MATTHEW LLOYD (BLOOMBERG)

Ha escrito con brillantez Ramón Vargas Machuca que lo que más necesita la política actual en Europa es inteligencia, es decir, adquirir la capacidad para leer correctamente el mundo actual globalizado y complejo y traducir después esa lectura en acciones correctoras. Porque resulta que la política ha perdido la habilidad para entender el mundo en el que vive, y por eso le tientan dos extremos sumamente antipolíticos: el de rendirse al gobierno mundial de los expertos (como diría Colomer), o el de dejarse llevar por el plano inclinado y seductor del populismo. Bueno, o no hacer nada.

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Estoy muy lejos de atreverme a afrontar el reto exigente de esa nueva inteligencia política, pero propongo, como humilde aportación a sus meras condiciones de posibilidad, una reflexión sobre los sesgos cognitivos que tenemos introyectados como sociedad y que debemos intentar superar si queremos reflexionar con inteligencia. Porque son una especie de a priori que enmarcan y dirigen nuestro pensamiento y, de alguna forma, lo predeterminan a la inoperancia.

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En primer lugar, la europea es una sociedad avejentada en un grado que no se ha conocido probablemente en momento alguno de la historia pasada. Y ello conlleva todos los sesgos actitudinales propios de la vejez del individuo: afanosa búsqueda de seguridad, miedo ante el futuro, añoranza de lo pasado, idealización de una época en la que las cosas eran como se supone debían ser. Por eso, las reacciones de la política europea ante las consecuencias de la globalización son sustancialmente distintas de la política oriental; mientras una las ve como amenaza, la otra las disfruta como oportunidad. Pero mientras no descontemos el miedo instintivo a ese mundo que viene, un mundo del que nosotros los europeos hemos sido curiosamente los inspiradores y los arquitectos, no seremos capaces de empezar siquiera a diseñar su gobierno inteligente.

Segundo: nuestra particular razón occidental, ya desde la Ilustración, se caracteriza por operar casi siempre en un solo modo: el de la crítica. Estamos especializados en demoler instituciones, en destruir convenciones y prejuicios, en sospechar por sistema de toda autoridad intelectual, moral o política. Nuestra política ha llegado así a ser hipercrítica con la realidad heredada, con los mundos que encuentra dados, y considera poco menos que imposible apuntalar instituciones pretéritas. Y, sin embargo, necesitamos de más pensamiento institucional y de menos enfoques críticos. ¿Por qué razón, diría Odo Marquard, se considera en nuestro ambiente intelectual de sumo mal gusto decir que la sociedad europea actual es probablemente la más decente que ha conocido la humanidad? Solo porque sea imperfecta, la definimos como un infierno. Y no es así como la mejoraremos, sino como mucho así la hundiremos.

Hora es de admitir que la idea de que la ciudadanía es mejor que sus instituciones es una presunción sin fundamento alguno

¿Cómo revalorizar las instituciones? Difícil si lo pretendemos hacer directamente, más fácil si lo que hacemos es criticar (para algo debe servir nuestro peculiar modo de razonar) a una institución que nunca se cuestiona porque siempre se la pone como el polo positivo, el contramodelo, de la política institucional. Me refiero al ciudadano o, si se prefiere, a la sociedad civil. Hora es de admitir que la idea de que la ciudadanía es mejor que sus instituciones es una presunción sin fundamento alguno. Es más, es demagogia en estado puro (el demagogo adula siempre pueblo) y sus efectos sobre la política son funestos. Los principales demagogos son hoy los medios de comunicación, pues ellos son los paladines constantes del cántico al “buen vasallo si oviese buen señor”. Una mentira inocua en tiempos del Cid Campeador, pero una distorsión penosa que frustra desde su inicio la reflexión intelectual necesaria hoy.

Tercer sesgo cognitivo que nos causa grave perjuicio: la fuerte tendencia a definir los conflictos políticos como “no-divisibles” en terminología de Albert Hirschman, es decir, enmarcar los problemas actuales no como conflictos de “más/menos” sino como oposiciones de “ser/no ser”. Lo que conlleva la adopción generalizada de un moralismo perturbador en política y una gran dificultad para su acuerdo negociado.

En definitiva, que funcionamos demasiado en el modo de pensamiento chamánico, exaltado y binario, y poco en el de explorador prudente y confiado. Lo contrario de lo que el uso práctico de la inteligencia pide hoy a Europa.

José María Ruiz Soroa es abogado.

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