Diego
Si los tuviera, yo no llevaría a mis hijos al trabajo. Tampoco lo harían, ni lo hacen, muchas madres, a no ser que las circunstancias las pongan entre la cuna y la pared
Si los tuviera, yo no llevaría a mis hijos al trabajo. Tampoco lo harían, ni lo hacen, muchas madres, a no ser que las circunstancias las pongan entre la cuna y la pared.
Bien. Ese solo es un punto de partida. Como aquella frase —no de Voltaire, sino de su biógrafa, Evelyn Beatrice Hall— que forraba carpetas de adolescentes. “No estoy de acuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”. No todo es blanco ni negro. ¿Está bien que una diputada lleve a su hijo a su escaño? ¿Solo podemos elegir sí o no? Ah, pero si hay guardería en el Congreso. Mal, Carolina. Ah, pero solo con medio centenar de plazas. Bien, Carolina. Ah, que hay una ayuda para momentos puntuales. Mal, Carolina. Ah, pero si lo hicieron en el PSC, el Parlamento Europeo, hasta Alicia Sánchez Camacho. Bien, Carolina. Y así eternamente.
El debate, el bucle, es infinito. Que si es una falta de respeto (algo que no creo que muchas madres terminen de entender). Que si ellas son las que siempre están ahí — ¿y papá?—. Que si es postureo. Que al fin y al cabo hay miles de madres que de verdad están obligadas a arrastrar a sus hijos a sus trabajos o miles que no trabajan por cuidar a los nenes, que 500 eurazos de guardería es mucho eurazo. Que si hay que separar a la madre de la trabajadora. Que si madre no se deja de ser nunca. Que si trabajadora tampoco.
Una única premisa queda clara: conciliar es duro. Bescansa ese día no pudo, o miren, no le dio la real gana y quiso y pudo llevarse a Diego. Y estamos todos hablando de ello. Y eso sí importa.
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