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Tentaciones

¿Pensabas que la censura era cosa del pasado? Piénsalo otra vez

¿Tiene sentido que países que proclaman libertad democrática impongan censura? El cineasta Charlie Lyne piensa que no, y por eso desafía a los organismos que la practican

“Una vez me hicieron una colonoscopia y me dejaron verla en una pantalla. Fue más entretenido que ver The brown bunny”. Si esto fue lo que escribió el mítico crítico cinematográfico Roger Ebert sobre el debut en la dirección de Vincent Gallo, imaginaos lo que podría escribir del proyecto del periodista y cineasta británico Charlie Lyne: una película de catorce horas que consiste en, literalmente, ver cómo se seca pintura en una pared.

Ebert no está ya entre nosotros para afilar su pluma y su mente con alguna frase magistral al respecto, pero, desafortunadamente, el British Board of Film Classification (BBFC) sí. Ellos, los encargados de velar por los intereses y la integridad del espectador, con su normativa censora como estandarte, son los responsables de la existencia del film y los que, en última instancia, tendrán que sentarse a ver todos y cada uno de los minutos del apasionante proceso de secado del color blanco sobre un muro de ladrillos en plano fijo.

La BBFC, explica Lyne, fue creada en 1912 para evitar que el cine mostrara cosas inmorales como bailes indecorosos, referencias políticas controvertidas u hombres y mujeres yaciendo juntos. Y continúa hoy en día decidiendo unilateralmente qué puede y qué no puede verse en las salas de cine del país.

Pero, ¿tiene sentido que en países que proclaman orgullosos su legitimidad democrática y su libertad, se continúen imponiendo prácticas censoras? Para Lyne, la respuesta es clara: no. Nadie debería poder decidir qué puede o no puede ver un adulto. De ahí nace su proyecto, en el que puede participar quien quiera a través de su petición de micromecenazgos en Kickstarter. La BBFC no sólo es un trámite obligado si se quiere estrenar un film en Inglaterra, es, además, costoso, con una tarifa única de inicio (unos 145€) y un coste adicional de 10€ el minuto. Las matemáticas no fallan: cuanto más recaude su proyecto, más durará la película y más sufrirán los censores.

Este viacrucis por el que tendrán que pasar los pobres desgraciados a los que les toque calificar el film de Lyne, no es más que la guinda de un pastel necesario que muy pocos están dispuestos a poner sobre la mesa: ¿por qué permitimos que se siga ejerciendo censura sobre el contenido audiovisual que consumimos?

La respuesta es compleja, pero quizá pase por la percepción general de que esa censura no es tal. Estamos acostumbrados a entender la censura como algo que perteneció y se quedó en el pasado. La censura es, para la mayoría, una caja llena de besos cortados al final de Cinema Paradiso, o una anécdota en la que el régimen de Franco evita el adulterio de Mogambo convirtiendo a su matrimonio protagonista en hermanos de esos que se besan y duermen juntos como cualquier buen Lannister.

Y sin embargo, hoy en día, a las puertas del 2016, se vende uno de los cuadros más caros del mundo y las televisiones norteamericanas no pueden mostrar la obra de Modigliani sin tener antes que difuminar los pezones y el pubis de su protagonista.

Y cómicos de la talla de Amy Schumer tienen que luchar con uñas y dientes para convencer al canal Comedy Central. que emite su serie Inside Amy Schumer, para que levanten el veto sobre la palabra, hasta hace poco prohibida, “coño”.

A Schumer le costó lo suyo, pero al final convenció al canal de que el uso de esta palabra era de importancia suprema para la integridad artística de su serie, y de que, en fin, no tenía mucho sentido que dejaran que llegara a oídos de su audiencia palabras como “polla” y sin embargo su equivalente femenino fuera tachado de obsceno.

Estos dos casos no son más que meros ejemplos de las decisiones arbitrarias que ciertas entidades toman en un proceso paternalista y asfixiante que no sólo nos despoja de nuestra autonomía crítica como individuos sino que además parece estar sufriendo un estado de retroceso moral y social a todas luces anacrónico. ¿O acaso tiene sentido difuminar los pezones de un lienzo cuando cualquier niño y adolescente puede perderse en las profundidades de la red y encontrar la imagen sexual que le venga en gana? ¿O tiene más sentido evitar que nos sangren los oídos con malas palabras cuando ver el telediario es abrir la ventana a una carnicería humana?

Vale, los adultos queremos poder ver lo que queramos y decidir, según nuestros propios criterios, qué consideramos apropiado o no, pero, ¿y los niños? ¿Es que nadie va a pararse a pensar en los niños?

Sí, alguien está pensando en los niños. De hecho, el organismo censor más poderoso del mundo está creado específicamente para pensar en los niños. Se llama la MPAA (Motion Picture Association of America) y, en teoría, son un sistema de auto regulación creado por Hollywood que ofrece una guía parental que informa a los padres de niños menores de 18 sobre el contenido de las películas para estos decidan si sus hijos deben o pueden verlas.

Esto, que en principio suena sensato, no lo es tanto. Si no, ¿cómo entender que un organismo que vela por la seguridad de los niños y adolescentes, les prohíba ver una documental sobre el abuso en escuelas como Bully, de Lee Hirsch, dirigido precisamente a ellos?

La MPAA, en última instancia, es quien decide qué películas verán la luz y qué películas se quedaran en el ostracismo cinematográfico. Y lo hacen con algo tan sencillo como otorgando una calificación NC-17 (lo que antes se llamaba “X”). Esto, que se supone una mera prohibición para que lo vea nadie menor de 18 años, se convierte en la práctica en un beso de la muerte que puede acabar con la vida de cualquier película, ya que la inmensa mayoría de los cines de Estados Unidos no proyectan películas con esta clasificación. Tampoco las televisiones generalistas las emitirán en con su montaje original ni permitirán que sus trailers se pasen en ellas ni se podrán comprar anuncios en prensa.

Pero, si esto es lo que antes llamábamos “X”, las películas con esta clasificación deben ser poco menos que pornografía, ¿no? Bueno, miremos algunos ejemplos y juzguemos:

La película de Kimberly Peirce Boys don’t cry, en la que hay violencia de todo tipo (disparos, palizas, violaciones…), recibió una calificación NC-17 porque el orgasmo que le provoca Hilary Swank a Chloë Sevigny duraba demasiado.

But I’m a cheerleader de Jamie Babbit, recibió su NC-17 porque una de sus protagonistas se masturbaba totalmente vestida y sin que se viera prácticamente nada. Ah, y porque retrataba relaciones lésbicas. Para ponernos en situación: en American pie, Jason Biggs penetra reiteradamente a una tarta y la MPAA le dio el visto bueno.

Es muy difícil no sacar conclusiones e intuir un patrón muy específico cuando se indaga en las decisiones tomadas por un ente que está regulando más del 90% del contenido audiovisual que se crea en Estados Unidos y que inmediatamente después se propaga por todo el mundo.

Su existencia se justifica como un método de protección infantil, y sin embargo no tienen ningún tipo de reparos en levantar la mano cuando se trata de explosiones, desmembramientos, puñaladas y cualquier tipo de violencia en general, pero ¿Liv Tyler confesando a Ben Affleck que se masturba dos veces al día en una escena de Jersey Girl? Para la MPAA, eso, claramente, puede dejar secuelas infantiles irreversibles.

Ahora mismo, se hace un poco cuesta arriba pensar en una película con más profanidades, misoginia y escenas de toda índole inadecuadas para un menor que El lobo de Wall Street. Y sin embargo, obtuvo el visto bueno de la MPAA, cuando películas como Blue valentine recibieron la temida calificación de NC-17 única y exclusivamente por una escena en la que el personaje de Ryan Gosling practicaba sexo oral al personaje de Michelle Williams sin ningún tipo de plano obsceno o específico, El film terminó consiguiendo una calificación mejor en una apelación, pero Gosling no dudó en hacer las siguientes declaraciones: “Debemos cuestionar una cultura cinematográfica que dice abogar por la expresión artística, y sin embargo apoya una decisión que es claramente el producto de una sociedad patriarcal, que intenta controlar la manera en la que las mujeres son representadas en la pantalla. A la MPAA le parece bien que se representa a las mujeres en escenarios sexuales y violentos para nuestro entretenimiento, pero no quieren que veamos una escena con una mujer en una situación sexual consentida y compleja”

Ese ente desconocido por la gran mayoría, con lazos y actitudes íntimamente relacionadas con la iglesia, lo queramos o no, está no sólo juzgando qué contenido vemos todos, sino que directamente lo está perfilando. ¿Cuántas escenas con contenidos de carácter homosexual, anti religioso, erótico o feminista se han quedado en la papelera de la sala de montaje? O peor, ¿cuántas jamás se han llegado a rodar por ser conscientes de cual sería su destino final?

Si estos entes censores no protegen a los menores de las imágenes que realmente podrían dañarles, si no nos representan a todos y sus decisiones son anticuadas, sexistas y moralistas, entonces, ¿qué sentido tienen?

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