Olvido
Tenía los ojos cargados de algo que parecía maldad y que era, apenas, una amarga ironía defensiva

¿Saben cómo se hace el dulce de tomates? Es fácil: tomates, azúcar, paciencia, un poco de fuego. Si todo sale bien, adquiere un color lujoso, un bermellón de lacre. Yo estaba haciendo dulce de tomates —esas cosas no se olvidan— cuando sonó el teléfono y me dijeron que había muerto. Esa llamada sucedió hace mucho, a mediados de los años noventa. Lo había conocido en un tiempo en que yo no era del todo yo, en que él era él desde hacía mucho. Tenía los ojos cargados de algo que parecía maldad y que era, apenas, una amarga ironía defensiva. Hoy, revolviendo papeles, me topé con unas cartas. Reconocí la letra de inmediato. Abrí una cualquiera. Empezaba así: “Mujer, querida”. Recordé exactamente su voz —la sequedad de acero del tabaco— cuando decía “mujer”, y yo respondía, riéndome: “No soy una mujer”, y él respondía, riéndose: “Bueno, creo que los dos tenemos razón”. Cerré la carta después de leerla, la guardé. Diez minutos después estaba pensando en otra cosa. Decía Paul Bowles, en su novela Un cielo protector: “(...) pensamos en la vida como un pozo inagotable. Sin embargo, todo pasa sólo un cierto número de veces y, en realidad, muy pocas. ¿Cuántas veces más recordarás una tarde de la niñez, una tarde que se volvió una parte tan profunda de tu ser, que no concibes la vida sin ella? Tal vez cuatro o cinco veces más. Tal vez ni siquiera eso. (...) Sin embargo, todo parece ilimitado”. ¿Cuántas veces más me toparé con esa carta, cuántas veces más recordaré esa voz? ¿Cinco, dos, ninguna? De aquí a 20 años me costará, incluso, recordar su nombre. ¿De eso, que parece formar parte de mí como mis huesos? Sí. Y no es crueldad. Es sólo la cuota que pagamos para poder vivir: gotas de olvido. No puedo decir que esté de acuerdo: que me guste.
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