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Tribuna
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La banalización de los pactos de Estado

Para políticos maniobreros, son solo un gesto grandilocuente

José Antonio Martín Pallín

Los pactos de Estado deben reservarse para escenificar solemnemente la conclusión de un acuerdo nacional frente a una crisis o poner fin a un conflicto. Esgrimirlos de forma hueca e innecesaria para resolver cuestiones que deben ser reconducidas al debate parlamentario, conduce necesariamente a su banalización.

En manos de políticos maniobreros, la oferta de un pacto de Estado se convierte en un gesto grandilocuente lanzado para ocultar su incapacidad o desidia para enfrentarse a los problemas de forma más profunda y menos insustancial.

Ante la avalancha de casos de corrupción, es preferible hacerles frente con los instrumentos legales e institucionales los que dispone el Estado. La tentación de aprovecharse de los bienes que la comunidad encomienda a los funcionarios y servidores públicos para que los administren en aras del interés general, es tan antigua como la aparición de las formas de organización del Estado.

Sus causas y los posibles remedios, tienen una evidente complejidad que es necesario abordar desde varios campos. Los criminalistas críticos norteamericanos acuñaron, allá por los años treinta, el término de “delincuencia de cuello blanco”, aplicada a políticos, financieros e incluso mafiosos que traficaban con grandes sumas de dinero pertenecientes al erario público o que se habían obtenido con el tráfico ilícito de sustancias prohibidas.

Hay que tener unas sólidas convicciones democráticas para evitar los efluvios del poder

La corrupción es un elemento componente e inseparable de las dictaduras. Los demócratas deben saber que la laxitud y dejación de responsabilidades, pueden constituir un cáncer para los valores que sustentan el sistema democrático. El poder que emana del pueblo es radicalmente distinto del que se ejerce autoritariamente. Algunos todavía no lo han asimilado.

El respaldo popular no sustituye el impacto decisivo del factor humano. Hay que tener unas sólidas convicciones democráticas para evitar los efluvios del poder. Algunos piensan que su trabajo en aras de los intereses y el bienestar general, en cierto modo, les permiten quedarse con alguna cuota o parte de los dineros públicos que manejan. Los italianos llamaron “tangente” (cuota o parte que corresponde a uno) al saqueo del erario público. Paradójicamente, su persecución y castigo por los fiscales de Manos Limpias abrió el camino político a Berlusconi.

La situación que estamos viviendo, tiene todas las características de una emergencia nacional. Los ciudadanos contemplan desmoralizados e indignados la ineficacia de las instituciones. La situación no es irremediable y puede ser corregida. Son varios los antídotos que es necesario aplicar, pero el más urgente es su persecución y castigo efectivo.

Siempre he sido partidario de la medicina preventiva frente a la cirugía pero el carácter delictivo de los hechos nos obliga a utilizar el derecho penal aplicándolo, de manera inteligente, en el marco de un proceso con las garantías propias de una sociedad democrática. Sin perjuicio de reformas de fondo, es urgente retocar algunos artículos y algunos principios para conseguir un efecto inmediato.

La reacción de la sociedad española frente a la corrupción ha sido, por lo menos, decepcionante

Elevar las penas de prisión para los delitos de cohecho y malversación, combinándola con el aumento de las penas de multa hasta un mínimo de un millón de euros. Presumir que los bienes y cuentas corrientes proceden de las ganancias obtenidas por el delito, ordenando de manera inmediata su decomiso. Estas medidas se pueden adoptar de forma inmediata.

Ahora bien, para recuperar el pulso democrático, lo prioritario es dar respuesta procesal, en un tiempo razonable al millar de causas pendientes. Mientras llega una reforma a fondo de la ley procesal penal y con los instrumentos actualmente disponibles, podemos diseccionar los inmanejables y costosísimos macro procesos (caso Malaya) aislando y agrupando cada uno de los delitos cometidos, juzgándolos de forma rápida por separado. Sirva de ejemplo el caso Jaume Matas y algunos otros. En mi opinión, no hay obstáculo procesal alguno para juzgar de inmediato a los que diseñaron las llamadas tarjetas Black, considerando al resto de los usuarios como meros partícipes a título lucrativo sin responsabilidad penal. La alternativa es sumergirse en el caos que supone llevar adelante un proceso con cerca de 300 acusados. No creo que se resienta el principio de legalidad ni el de justicia.

En el inacabable proceso que comienza con Gürtel y pasa por Bárcenas, que nada tiene que ver el uno con el otro, existen indicios, casi indubitados, de la existencia de una caja b. Este simple hecho constituye, por sí mismo, un delito contable. Resulta inverosímil para cualquier persona, medianamente lógica y racional, que un tesorero pueda abrir una caja de esta naturaleza sin conocimiento y sin dación de cuenta a los controladores, es decir, a los directivos o por lo menos a un grupo de directivos de la sociedad, agrupación, partido u organización que le ha encomendado la contabilidad de los caudales. Y así podríamos continuar, examinando cada caso.

Creo que es necesaria una reflexión final. La corrupción comenzó hace muchos años. La reacción de la sociedad española ha sido, por lo menos, decepcionante. Hemos visto cómo de una forma alarmante se consolidaba lo que denomino el teorema Gil y Gil. Es decir, cuanto mayor es la extensión de la base de la corrupción, más alto es el listón de votos que alcanzan los corruptos. Ha llegado el momento de que todos reflexionemos sobre las causas de la gangrena que nos invade.

Jose Antonio Martin Pallin es abogado y magistrado emérito del Tribunal Supremo. Comisionado de la Comisión Internacional de Juristas (Ginebra).

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