Hay que estar así de loco para dirigir una serie de televisión
La tercera edad de oro de la televisión viene definida por la figura del ‘showrunner’, una mezcla de guionista genial, director iluminado y productor ejecutivo ególatra
A punto de cumplir 35 años y con un bebé en camino, el principal capital de Nic Pizzolatto eran su voluntad y una autoconfianza a prueba de bomba. Era 2010, y él solo el autor de un puñado de relatos cortos y profesor errante por varias universidades de segunda y tercera fila. Según contara más tarde, el inminente nacimiento de su hija le sirvió como motivación para escribir Galveston, su primera novela, en solo tres meses.
Aunque el libro no fue un éxito desmesurado de ventas, cosechó críticas aceptables y llamó la atención en Hollywood, que acudió a él. Y, sí, le compraron los derechos para el cine y la película se estrenará en unos meses, protagonizada por el belga Mattias Schonaerts, un actor de la estirpe técnicamente conocida como bestia parda.
Hoy en día en el cine estadounidense el poder está en mano de los estudios. No lo tienen fácil ni los grandes directores. Los creadores ambiciosos aspiran a mantener el control en el máximo de áreas posibles y eso es más fácil en la televisión Jorge Ortiz de Landázuri, subdirector de programas de Canal Plus, que está detrás del recién estrenado Creadores Prodigiosos
Pero aquello no impresionó mucho a Pizzolatto. En cambio, al joven escritor, que había pasado sus años posuniversitarios obsesionado con las series Deadwood y The Wire, se le encendieron todas las luces cuando los dos agentes encargados del contrato dejaron ir la palabra mágica: showrunner. La literatura está bien. El cine tiene su cosa, pero, ah, la televisión. Ahí la narrativa se da la mano con el dinero. Las posibilidades son infinitas, y la atención que se recibe, también. ¿No tendría él alguna idea para una serie? Vaya si la tenía. El autor que, recordémoslo, entonces no era nadie, rechazó escribir un remake de Los siete magníficos para Tom Cruise, tomó y dejó en poco tiempo un trabajo fijo como guionista para The Killing, y se centró en escribir su serie original sobre dos policías, uno sombrío y el otro dado al monólogo filosófico, que investigan un crimen contado en dos tiempos. La apuesta de True Detective le salió bien y por eso Pizzolatto, el nuevo chico de moda, protagonizó el verano pasado una portada de The Hollywood Reporter –algo que, desde luego, nunca hubiera logrado si hubiese seguido como novelista y profesor–, vestido completamente de negro, con chupa de cuero, sentado encima de una motocicleta vintage y con mirada de intenso. En páginas interiores, la sesión sigue: Pizzolatto contra una pared desconchada; Pizzolatto conduciendo una camioneta polvorienta, que bien podría aparecer en su serie; Pizzolatto de espaldas, alejándose por un camino rural y dejando ver esta vez la espalda de su inseparable chupa, que lleva bordada un águila imperial con las alas al viento.
¿Cuándo y cómo el trabajo de guionista de televisión se convirtió en el más deseado, no ya de la industria audiovisual, sino de todo el entramado creativo? En los ochenta, nadie llegaba a su taller de escritura y decía “quiero ser Steven Bochco”, y a ninguna revista se le hubiera ocurrido colocar en portada al creador de La ley de Los Ángeles y Canción triste de Hill Street –un señor discreto, con el pelo blanco y gafas de alambre– posando como si fuera el hijo bastardo de Marlon Brando. La clave está en el control creativo, afirma Jorge Ortiz de Landázuri, subdirector de programas de Canal Plus, que está detrás del recién estrenado Creadores Prodigiosos, en el canal Series, una tanda de monográficos dedicados a los showrunners más relevantes. “Hoy en día en el cine estadounidense el poder está en mano de los estudios. No lo tienen fácil ni los grandes directores. Los creadores ambiciosos aspiran a mantener el control en el máximo de áreas posibles y eso es más fácil en la televisión”.
No es como publicarle una novela a un lunático, ni como financiarle una película. Es como poner a un lunático a dirigir una división de la General Motors” Alto ejecutivo televisivo que prefiere no dar su nombre
Ahí está la paradoja del showrunner tal como se entiende en 2014: el sistema ha decidido colocar a un puñado de escritores, generalmente gente de formación literaria y con dificultades para gestionar su propia cuenta corriente, al mando de presupuestos multimillonarios y ejércitos de personal hipercualificado. Antes, se llegaba a ese estadio tras varias décadas de travesía en el desierto. David Chase se fajó en Doctor en Alaska y The Rockford Files y Matthew Weiner detestaba escribir para Ted Danson en Becker. Ahora, uno puede ir directamente a la cumbre, como Pizzolatto o Lena Dunham, que firmó con HBO para desarrollar Girls cuando tenía 25 años. “No es como publicarle una novela a un lunático, ni como financiarle una película. Es como poner a un lunático a dirigir una división de la General Motors”, señala un alto ejecutivo televisivo que prefiere no dar su nombre en el libro Hombres fuera de serie (Ariel), de Brett Martin. Y lo más curioso de todo es que parece que funciona.
Martin afirma que los showrunners son a este siglo lo que los escritores alpha male (Updike, Roth, Mailer) a los sesenta y los directores del Nuevo Hollywood (Lucas, Scorsese, Spielberg, Coppola, De Palma) a los setenta. De su ensayo, que explica la génesis de la llamada tercera Era de Oro de la televisión (la primera sería la de su nacimiento, en los cincuenta, y la segunda, los ochenta) a través de un puñado de sus protagonistas, se ha dicho que es como el Moteros salvajes y toros tranquilos de Peter Biskind, que documentó el ascenso generacional de los Coppola y compañía. “Qué va, el mío no es tan divertido. Tiene mucho menos sexo y drogas”, admite. Cierto. Pero no faltan personajes de calado. Al menos cuatro de los grandes –David Chase (Los Soprano), David Simon (The Wire y Treme), David Milch (Deadwood) y Matthew Weiner (Mad Men)– quedan retratados como genios erráticos con tendencia al despotismo, lentos a la hora de dar crédito a sus colaboradores y orgullosos de su absoluta inflexibilidad. En cambio, Vince Gilligan (Breaking Bad) y Alan Ball (A dos metros bajo tierra y True Blood) aparecen como tipos con los que uno se iría a tomar unas cañas. “Pero incluso ellos son feroces a la hora de llevar a cabo su visión”, insiste Martin.
Chase experimentó en un tiempo récord lo que la industria tenía preparado para sus congéneres, los elegidos. Antes de que terminase la primera temporada de Los Soprano, y cuando el New York Times primero, y el resto del mundo detrás, ya lo habían declarado el nuevo Balzac, el guionista ya dividía su tiempo entre el sur de Francia, donde acabaría por comprarse un chateau -desde el cual dirigía a su ingente equipo, nueve franjas horarias más allá-, y el penthouse del Hotel Fitzpatrick de Nueva York. Cuando estaba en la ciudad, le gustaba cenar siempre en los mismos restaurantes. Unas veces era en el Café Boulud, y otras en Daniel, donde el menú degustación con vino sale por 440 dólares.
Martin consigue trasladar el pavor y la frustración que se sienten en la sala de guionistas entre los escritores que no son el jefe. “Son lugares brutales. Se machaca tu ego constantemente. Tienes que hacer avanzar tu carrera y tus aspiraciones artísticas y al mismo tiempo servir a tu señor”.
El culto al showrunner sigue en una curva ascendente cuyo final no se adivina. Netflix, casa madre de Orange is the new black y House of cards ,no produce un capítulo por menos de cuatro millones de dólares. Para House of cards, las negociaciones empezaron en 4,5 millones. David Fincher exigió muchísimo más
El culto al showrunner sigue en una curva ascendente cuyo final no se adivina. Peter Micelli, de la agencia CAA, seguramente la más poderosa de Hollywood, y representante de Vince Gilligan, reveló recientemente las cifras que Netflix oculta celosamente. La casa madre de Orange is the new black y House of cards, que ha irrumpido en el escenario de las series de prestigio con ánimo de derribar a sus mayores, Showtime, AMC y HBO, no produce un capítulo por menos de cuatro millones de dólares. Para House of cards, las negociaciones empezaron en 4,5 millones y, según Micelli, su director, David Fincher, exigió muchísimo más. Ryan Ly, el jefe del departamento de literatura televisiva en la misma agencia, nos revela que los contratos que firman ahora los guionistas, incluidos los primerizos, han mejorado, pero “aún hay margen para mayores ganancias, a corto y a largo plazo”.
Para comprobar cómo ha cambiado el estatus del showrunner en una década no hay más que ver un capítulo de Lucky Louie, la serie fallida que Louie C.K. desarrolló para HBO en 2006 y que se canceló tras una temporada, y compararlo con otro de Louie, su celebradísima serie actual. Aunque los dos títulos comparten elementos, la primera aún tiene trazas del antiguo régimen. El cómico tuvo que escribir capítulos más o menos autoconclusivos, utilizar el esquema habitual de tres cámaras y rodar ante el público, en directo. La segunda es la bizarrísima criatura que todos conocemos. A la cadena FX no le importa que Louie trocee un capítulo en cuatro partes, que traiga una estrella invitada solo para decir dos frases por teléfono, que la actriz que interpreta a sus blanquísimas hijas sea negra, ni cualquier otra cosa que se le pueda ocurrir. Porque el creador, el rey. C.K. es el único representante de la comedia que se ha colado en Creadores prodigiosos, y Ortiz de Landázuri no oculta que es también su preferido: “Me admira su capacidad para describir la cara amarga del ser humano”.
¿Es posible que estos afortunados demiurgos lleven demasiado lejos su libre albedrío? En otras palabras: cuando Matthew Weiner paga un cuarto de millón de dólares por utilizar Tomorrow never knows, de los Beatles, en un capítulo de Mad men, ¿lo hace porque es imprescindible o, sencillamente, porque puede? Parafraseando al fallecido Robin Williams, que dijo que “la cocaína es la manera que tiene Dios de decirte que estás ganando demasiado dinero”, quizá el capítulo onírico o el capítulo musical o el capítulo Rashomon, habituales todos en la televisión moderna, sean la manera que el Altísimo tiene de señalar que sobra libertad creativa, sobre todo si se la autoadjudican productos que no están genéticamente diseñados para tener esa holgura literaria. Masters of Sex tiene algo de eso. Y el autor de Hombres fuera de serie le diagnostica un leve caso de “exceso de visión personal” precisamente a True Detective. “Es una serie que no tiene sala de guionistas y le hubiera beneficiado tenerla. Sus problemas son de los que se arreglan cuando tienes a más gente talentosa alrededor”. Algo nos dice que Pizzolatto, el chico de la chupa, no comparte esta opinión. Para algo es showrunner.
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