El Alto: donde las niñas mandan en el campo (de juego)
Un proyecto del BID de fútbol femenino en Bolivia, fomenta la igualdad a través del deporte
La supervivencia en el patio del colegio, a la hora de custodiar el campo de juego, la cancha, se hace vital para cualquier niño. Se trata de una conquista similar a las medievales. La disputa por el espacio para disfrutar de un momento lúdico lo gana el más fuerte. Hace algunos años una firma deportiva internacional, con motivo de una Eurocopa de fútbol, filmó un comercial ambientado en un campo de juego, digamos que rural. En el anuncio, un equipo de pequeños era relegado del terreno de juego por sus mayores, en una secuencia que terminó con los míticos futbolistas Eusebio (portugués) y Aragonés (español) confinando fuera del campo a los mismos Zidane y Raúl. La parodia refleja las jerarquías que, por la fuerza, deciden —a menudo a causa de la edad o la propiedad del balón— quién juega y quién no. Pero además, también el género suele ser determinante. Frecuentemente los varones son quienes desplazan a las niñas, las verdaderas invisibles.
Una realidad que en el barrio Gran Poder de El Alto, en Bolivia, parece destinada a cambiar. El Alto, la metrópoli más joven del país, no cumple el ideal de las ciudades radiales que diseñan urbanistas, sino que se creó circundante, en forma de ceja, al gran ojo que es La Paz. Se trata de un monstruo urbano que ha pasado en cinco décadas de tener unos cuantos miles de habitantes a tener más de un millón y formar la mancha urbana –junto con la capital—más importante de Bolivia. Aquí, los varones tienen un promedio de estudio de 9 años y las mujeres de sólo 7, y la tasa de analfabetismo en las féminas llega al 13% mientras que en hombres al 2%. Pese a que ellas copan los peores datos de las estadísticas, en Gran Poder de El Alto, un suburbio que alberga a medio millar de familias y un total de 3.000 pobladores, se puede ver a centenares de niñas reunidas en torno al cuero del balón. Las pequeñas han logrado tomar el césped gracias a un experimento del Banco Interamericano de Desarrollo en colaboración con la sociedad civil, el municipio y aportes de fundaciones como Viva y Baisa. La cancha es suya, al menos un par de días a la semana.
Una de esas “vencedoras” es Maribel Nancy Córdoba Aruquipa, espigada chica de 16 años, oriunda de El Alto, pero con familia de Achacachi, provincia Omasuyos, de donde provienen los más aguerridos líderes indígenas del país. Sueña con tener algún día su propio negocio de confección de polleras (faldas multicolores), al igual que su madre. La progenitora encarna esa estirpe de warmis, mujeres que durante el día se dedican a la crianza de los niños, y de noche y los fines de semana a algún tipo de emprendimiento artesanal. Aunque el trabajo es más intenso cuando se avecina la fiesta del Gran Poder, verdadero motor de la industria creativa local y segundo evento cultural en alcance y tamaño de Bolivia —tras el Carnaval de Oruro, reconocido por la Unesco—. Habitualmente, una de las plazas para el comercio es la Feria 16 de julio, activa jueves y domingos. Es uno de los mercados tradicionales más grandes de América Latina y es conocido por su fuerte organización sindical, en la que las mujeres tienen mucho que decir.
“Cuando gane experiencia, lograré hacer polleras. Hasta entonces, ayudo con los dobleces y las mantas”, comenta Maribel, al tiempo que admite que quisiera estudiar tres carreras universitarias, a saber, medicina, enfermería y "alguna más". Cuando se le pregunta por un referente, la pequeña apunta a Jeniffer Salinas, boxeadora boliviana que logró el campeonato mundial supergallo, quizás la única boliviana deportista que lidera la clasificación internacional. Bolivia en general es un país sin claros referentes a nivel deportivo. Algún deportista brilló en los 90 (Marco Etcheverry jugó en el Albacete FC o J.M. Peña en Valladolid y Villarreal), un par de motociclistas que hicieron buen papel en el rally Dakar y la boxeadora mencionada. Aparte de eso, y unos cuantos títulos iberoamericanos en atletismo u otras coronas internacionales en deportes secundarios como el racquet, jamás una medalla de peso. Ni siquiera un finalista olímpico en toda la historia. En Bolivia ser atleta de élite significa ser un gran desconocido. Más aún si se trata de mujeres.
Maribel y sus amigas tuvieron la suerte de toparse con el proyecto de participación comunitaria y deportiva Niñas viviendo con altura, desarrollado a 4.100 metros de altitud —de ahí el nombre—, diseñado e implementado por el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) en colaboración con Save The Children. “Estas niñas cada vez logran más confianza. Pueden llegar a hacer cosas realmente grandes, pero sobre todo, se dan cuenta de que son capaces y tienen derechos, como por ejemplo, a divertirse”, afirma Claudia Piras, especialista de género del BID, en un ajtapi —celebración autóctona de gratitud— preparado por las madres de familia de la comunidad, encantadas con lo que el proyecto ha hecho con sus hijas.
Ni los padres de Maribel ni los de sus amigas fueron a la universidad, pero ellas no dudan de que lo lograrán. Algunas de sus compañeras ya han podido participar en unos Juegos Deportivos Plurinacionales, casi intrascendentes hasta hace tan solo un lustro, cuando básicamente participaban deportistas de siete u ocho ciudades de Bolivia. Las élites ciudadanas. Actualmente la participación en esos campeonatos se ha quintuplicado en número de eventos y alcance de participantes.
Fernando Torres, monitor deportivo del proyecto, recuerda que antaño no existían espacios físicos para jugar y que las motivaciones de competitividad eran muy limitadas, lo que se reflejaba en un desbalance de representación simbólica también.
Justamente al ritmo de las reivindicaciones sociales, aunque a otra velocidad, El Alto ha ganado en potencia identitaria en los últimos años, sobre todo tras las conocidas revueltas de la Guerra del Gas en 2003. Se trata de una ciudad que se formó contemplando a los conquistadores que pasaban hacia La Paz en los siglos precedentes. No fue hasta 1985, cuando se separó administrativamente de la sede de Gobierno, logrando disponer de sus propios recursos y modelo de desarrollo.
No obstante, las necesidades de la urbe avanzan más rápido que los servicios que da la ciudad. Cuando uno sobrevuela El Alto —el aeropuerto de La Paz está allí— es notoria la ausencia casi absoluta de parques, áreas verdes o espacios lúdicos, más allá del campo deportivo mencionado, en el que estuvo el mismo Evo Morales, como jugador, en su inauguración.
Otros espacios públicos, en este caso relacionados históricamente con el poder, fueron las plazas mayores y “de armas”, lugares típicamente masculinos, que han decaído en importancia a favor de los mercados de abastos, dominados principalmente por mujeres.
Tampoco se han quedado atrás los movimientos sociales y juntas vecinales, encumbrando incluso líderes políticos. Entre ellos, Julieta Monje Villa, a la sazón Ministra de Medio Ambiente y Agua, oriunda de la población de Corocoro, pero emigrada a El Alto. Allí se forjó como líder, sucediendo en el puesto a otro alteño aguerrido, Abel Mamani, crucial en la caída del expresidente Sánchez de Lozada en 2003.
Así, no hace falta ser un profeta para vislumbrar que la ciudad de El Alto está llamada a ser un semillero en diversos ámbitos, ya sea por demografía o por ebullición natural. Proyectos como “Niñas viviendo con altura”, proyecto piloto implantado por la División de Género y Diversidad del BID, ha identificado restricciones al desarrollo, en un momento en el que se están sentando las bases para construir una sociedad más homogénea, más equitativa y con mayor respeto por el otro.
La gente lo percibe, lo sabe. Las madres y las mismas niñas entienden que el capital humano es un factor clave para el desarrollo. Eso se refleja el cambio de las aspiraciones de una generación y otra, más hambrienta de retos, que sueña con tener más capacidades, las comúnmente llamadas habilidades para la vida. Es momento de ajustar cuentas.
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