Google Maps no llega aquí
Un monte prohibido en Bután. El interior de Groenlandia. Los océanos Quedan demasiados retos como para dar por concluida la conquista de nuestro propio planeta ¿Qué nos frena?
"La naturaleza sigue siendo naturaleza. Y el ser humano sigue siendo el ser humano. Así que continuaremos intentando encontrar la ruta no recorrida, subir más alto o ir más rápido y más fuerte”. Esto afirma el sudafricano Mike Horn, un aventurero a quien localizamos hoy en una expedición en el Makalu, en el Himalaya, y que antes ha dado la vuelta al mundo navegando en solitario, alcanzado el Polo Norte en invierno y nadado el Amazonas, entre otras escapadas. O, como le secunda, más poético, su compatriota (educado en Eton y ya convertido en Sir) Ranulph Fiennes, “una vez que todas las montañas se hayan subido, con o sin cuerdas, que cada Polo haya sido alcanzado por la persona más mayor, la más joven, el ciego o el inválido, siempre habrá planetas por alcanzar, medicamentos que descubrir y nuevas canciones por cantar”. Fiennes, a sus 70 años, es una leyenda de la aventura. Sobre todo, de la superación personal. A finales de los años setenta descubrió la ciudad perdida de Ubar, en Omán, “después de 26 años de trabajo e investigación”. Para celebrarlo, cruzó el planeta, de Polo a Polo, en una travesía solo por Tierra. Hace cinco años celebró su 65 cumpleaños escalando el Everest, a pesar del miedo a la alturas que padece. Y en 2003, tras sufrir un infarto, escuchó atentamente a su médico cuando le recomendó reposo. Y decidió entonces pasar olímpicamente –nunca una frase hecha fue más acertada– del consejo y correr siete maratones, en siete días y en los siete continentes.
“Lo que ha sucedido en la aventura es lo mismo que se ha dado en otros sectores”, analiza el aventurero y escritor Sebastián Álvaro. “Era elitista. Y el mejor ejemplo de ello fue a comienzos del siglo XX el Alpine Club, que se definía como ‘un selecto club de caballeros que ocasionalmente escalan’. Los aventureros eran una pequeña burguesía ilustrada que se movía por la ética, la estética y la épica de su tiempo. Después, en el siglo XX, se empezó a democratizar. Y a finales de los años ochenta, a masificar. Entonces comenzó la comercialización. Y ahora estamos en la etapa de la banalización”. El mejor ejemplo de ello, para Álvaro, es el Everest. Una cumbre con overbooking (el 23 de mayo de 2010 fue el récord, con 170 personas) cuya ascensión, dice, “cualquiera puede hacer; ya no es una aventura”. Sin embargo, como ensalza el español, “en el mismo Himalaya, junto al Everest, hay montañas de seis y siete mil metros que nunca se han escalado”. Aún quedan picos vírgenes en el planeta. Algunos de ellos, como el Gangkhar Puensum, de 7.570 metros, en Bután, son imposibles de alcanzar porque está prohibido. Esta es la más famosa de la montañas nunca escaladas y proscritas. Allí donde, dicen, habitan los dioses protectores, a los que no les gustan las visitas inesperadas.
“Un desafío débil puede parecer hoy más importante por la repercusión mediática” -Sir Ranulph Fiennes, explorador
Como recuerda el galés Tudor Parfitt, profesor de Estudios Religiosos en la Universidad de Florida, “todavía se pueden hallar lugares que permanecen más o menos sin descubrir. Y no es imposible hacerlo. En mis dos últimos viajes, al estuario del río Fly en Papúa Nueva Guinea y a las montañas de Nicaragua, te podías sentir como los exploradores del siglo XIX”. Parfitt tiene 60 años y ha sido recurrentemente comparado con Indiana Jones, sobre todo, por su larga búsqueda del Arca de la Alianza, el cofre donde, según narra la Biblia, reposaban las Tablas de la Ley que Dios entregó a Moisés con los 10 mandamientos. Una aventura que le ha llevado durante años desde Jerusalén hasta Zimbabue. Sin embargo, este no es su viaje más preciado. Ese mérito se lo otorga todavía hoy a uno que hizo en los noventa. Fueron seis meses de travesía estudiando las raíces de la tribu judía Lemba desde el sur de África y que acabó en el actual Yemen con el descubrimiento de la ciudad sagrada de Senna. “Cuando llegué allí sentí una paz interior y alrededor de mí que no creo que pueda volver a sentir nunca”, recuerda.
Los verdaderos retos tal vez se hallan hoy en esas “cumbres vírgenes no tan altas pero sí más remotas y difíciles de escalar”, como las define el montañero estadounidense Ed Viesturs, el primero de su país con 14 ochomiles sin oxígeno y siete cumbres en el Everest. Pero también el interior de la Antártida y Groenlandia, territorios casi sin explorar. Las cavidades de la Tierra, las cuevas y grutas. Y, sobre todo, los océanos. Esa es hoy la gran frontera aún sin explorar. El camino que abrió Jacques Cousteau, otro de los grandes aventureros del siglo XX, con su Calypso, pero que apenas se ha seguido después. Los fondos del azul de los mapas, más incógnitos hoy para el ser humano que el Sistema Solar.
Con retos pendientes por encarar, la clave ahora no radica en estos, sino en cómo realizarlos. En ese contexto de banalización han irrumpido también los medios y los patrocinadores. Programas y empresas con el objetivo de vender una gran hazaña que atraiga espectadores o internautas y que dé imagen de marca. Pero con el riesgo, como se lamenta Viesturs, “de que hoy parece que se quiere promocionar algo antes de que suceda: esta persona será la primera o la más rápida o la más… Pero debería ser al revés. Primero, hacerlo; y después, hablar de ello”. Fiennes, incide en que “hoy un desafío débil puede parecer mucho más importante por la repercusión mediática. Hay otros que la merecen mucho más, pero no la tienen porque los medios piensan que no será lo suficientemente excitante para sus audiencias”.
Los aventureros coinciden en que ahora sufren mayor presión por conseguir el éxito que reclaman sus patrocinadores. Y eso puede provocar, como dice Viesturs, “que algunos cambien su forma de pensar solo por la notoriedad o la publicidad”. De cualquier modo, este fenómeno no es exclusivo del siglo XXI. Ya Cristóbal Colón tuvo que buscar un patrocinador. En su caso no había Red Bull, pero sí una reina, Isabel la Católica, que en lugar de alas le dio tres carabelas para hacerlo. “Hoy es igual que entonces. Antes de pedir dinero hay que pensar si estás dispuesto a hacer la aventura que tú quieres o la que el patrocinador reclama. Como Colón. Él también lo pensó, consiguió el dinero e hizo la ruta que quería”, dice Álvaro.
Cuenta el español que los aventureros de hoy se fijan siempre en los de ayer. Como con Colón. Que cada uno lleva dentro de sí lo que otros hicieron antes. En su caso, las escaladas de George Mallory, uno de los primeros que intentó en los años veinte subir al Everest, o Messner. Pero, sobre todo, el viaje de Fernando de Magallanes, “porque su vuelta al mundo es la aventura perfecta: tiene una idea, la realiza, muere en el intento y sirve al conocimiento humano”. Para su colega Fiennes, su modelo es la carrera polar de Scott y Shackleton. “Hubiera disfrutado ese reto”, confiesa. Todas estas aventuras fueron realizadas en un momento distinto. En otra época. Sin la tecnología del siglo XXI. Desde comunicaciones vía satélite que te posicionan en el mapa o te dan la información meteorológica hasta cámaras y conexiones a Internet que permiten, como cuenta Mike Horn, “que la gente sueñe y se sienta parte de una expedición”. Avances que facilitan la aventura, pero que también, como lamenta Álvaro, “han quitado la cuestión esencial, que es la incertidumbre, la soledad y el compromiso”. Y que incluso provocan, como secunda Horn desde su campo base himalayo, “que se puedan cometer más errores, porque confiamos demasiado en nuestros equipos cuando antes te fiabas al cien por cien de tu experiencia e instinto”.
En 1828, el francés René Caillié, tras haber estudiado el Corán, aprendido las costumbres musulmanas y haciéndose pasar por egipcio, llegó por fin, después de un año de viaje, a la ciudad santa de Tombuctú, en Mali. Su mérito, sin embargo, no solo fue llegar allí, sino poder volver para contarlo. Por eso figura hoy en los libros como el primer europeo que logró entrar en aquella ciudad prohibida y regresar. Y hoy, en esto, tampoco ha cambiado tanto el panorama. La aventura aún se vive en dos capítulos: hacerla y regresar de ella. Y además, poder contarla. Por eso, como confiesa, flemático como Stanley en el Tanganica, sir Ranulph Fiennes, el gran desafío que él afronta en estos momentos es “poder entregar a tiempo el libro de 80.000 palabras que me reclama mi editor”.
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