El debate parlamentario
Se supone que los parlamentarios, elegidos para representarnos en las tareas de gobierno o de oposición, hacen algo más que lo que reflejan en las sesiones de control al Gobierno una vez al año. Ya sabemos que hay grupos de trabajo, comisiones, etcétera, pero la sensación que queda en los ciudadanos tras el debate es lastimosa. Unos señores que aplauden o silban, según toque, y que luego apretarán un botón. Con perdón, dan sensación de rebaño domesticado. Los portavoces actúan para la televisión; no hay debate: la mayoría llevan sus textos escritos. Los temas del estado de la nación quedan reducidos a lo que al jefe le interesa. La teatralización de ponerse en pie para aplaudir al portavoz produce un poco de vergüenza ajena. Todo suena a impostura.
A mí me gustaría que los parlamentarios reconociesen alguna intervención de otros grupos con aplausos o aprobación, pero eso debe de estar prohibido. La dinámica del debate está encorsetada por directrices que tienen ya un final preestablecido. No es de extrañar que a los ciudadanos nos quede un regusto amargo y de bostezo y aburrimiento. Claro que tampoco en nosotros cabe ninguna esperanza de sorpresa. Está todo visto.— Manuel Cojo Marcos.
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