El secesionismo catalán y la Unión Europea
Pertenecer a Europa es una garantía contra la represión y la insurrección
Como es bien sabido, la guerra fría no llegó a desencadenar un enfrentamiento mundial porque la amenaza nuclear hacía que el aniquilamiento del adversario implicase de forma automática el propio. Sin embargo, este efecto disuasorio no propició la paz y la concordia, sino que alimentó un conflicto soterrado que duró más de 40 años.
Me pregunto si la pertenencia a la Unión Europea no actuará de forma semejante en relación con el conflicto planteado por el auge del secesionismo catalán. Cuando nos incorporamos a la entonces llamada Comunidad Económica Europea en 1986, no lo hicimos únicamente por motivos económicos o de política exterior, sino que todos éramos conscientes de que Europa nos proporcionaba una garantía contra el regreso a las páginas más oscuras de nuestra historia, una vacuna contra algunos de nuestros males más antiguos. No nos importaba ceder competencias y perder libertad de actuación. Europa significaba la consolidación de la democracia y la aniquilación de tozudas alimañas que sabíamos que todavía anidaban en nuestro interior, la derrota definitiva de la España de charanga y pandereta, de cerrado y sacristía de los versos del poeta. Con la incorporación al proyecto europeo, nos imponíamos unos valores y unos modos políticos a los que ya no podríamos renunciar sin un gravísimo coste político, económico y social.
Han transcurrido casi 30 años y hoy estos valores obligan al Gobierno y a la Generalitat a respetar unas reglas del juego muy estrictas. La transferencia de competencias a la Unión Europea ha debilitado a los Estados miembros, haciéndoles más vulnerables a las demandas secesionistas internas. Pero, a la vez, la integración europea, lejos de favorecer a los movimientos independentistas, les pone obstáculos, ofreciéndose como una tercera vía implícita e imponiendo la necesidad de salir y, en su caso, reingresar en la Unión en caso de secesión.
El Gobierno ya no puede responder al independentismo con métodos propios del pasado. No puede usar la fuerza (cosa que, por otro lado, no creo que se le pase por la cabeza a nadie salvo a algún troglodita). Tampoco puede suspender la autonomía ni adoptar medidas contra la Generalitat sin que medie una actuación de esta que ponga en grave peligro la convivencia, so pena de exponerse a la repulsa europea y de alimentar unas llamas que probablemente lo acabarían devorando. Debe actuar en todo momento con arreglo no solo a la Constitución sino también al principio de legitimidad democrática que la sustenta, con pleno respeto de los derechos de los catalanes y de todos los españoles.
Lejos de favorecer a los independentismos, la integración europea les pone obstáculos
Pero esto no significa que la Generalitat tenga vía libre, porque su margen de acción también es limitado. Ha de actuar en todo momento respetando la legalidad y apoyándose en la voluntad de los ciudadanos expresada en las urnas. Sea cual sea el apoyo con el que cuente en una eventual consulta o, más probablemente, en unas elecciones plebiscitarias, no puede declarar unilateralmente la independencia sin que medie una continuada cerrazón a cualquier iniciativa negociadora o una política previa por parte del Gobierno que dañe seriamente la convivencia en Cataluña. Debe evitar cualquier paso que implique la salida automática de la Unión Europea, a menos que cuente con garantías de poder reingresar en breve plazo, porque sabe que la salida no es deseada por una mayoría de los catalanes.
Si llegado el caso optase por negociar paralelamente la independencia de España y la salida y reingreso en la Unión, con algún acomodo que permitiera a Cataluña continuar formando parte mientras tanto del mercado único, de Schengen y de la eurozona —como una especie de miembro pasivo—, debería actuar con un respeto todavía más escrupuloso de los valores y de la legalidad europeos, para no entorpecer las negociaciones ni dar pretextos a una actitud obstruccionista del resto de España.
Desde este punto de vista, no cabe duda de que la pertenencia a la Unión actúa como una garantía contra acciones de las cuales difícilmente nos sentiríamos orgullosos. Por fortuna para todos, ni la represión ni la insurrección son opciones políticamente rentables para quienes podrían impulsarlas. En este conflicto, los exabruptos y las provocaciones restan. La paciencia y la voluntad de diálogo suman. La plaza Catalunya no será el Maidan de Kiev. No habrá francotiradores, ni calles ensangrentadas.
El Gobierno y la Generalitat son dos contendientes que se enfrentan con un brazo atado a la espalda. Conservan la capacidad de hacerse daño, pero sus posibilidades de doblegar al adversario son limitadas. Lejos de propiciar una solución, esto puede hacer que el pleito se prolongue. La pertenencia a la Unión no reducirá el sentir independentista de parte de los catalanes, ni la convicción de buena parte del resto de los españoles de que la Constitución no permite la secesión. El secesionismo se puede convertir en un foco de tensión crónico como el que enfrenta a Valonia y Flandes, un ni contigo ni sin ti susceptible de durar muchos años a menos que la voluntad de los ciudadanos incline la balanza claramente hacia uno u otro lado.
El Gobierno y la Generalitat tienen un brazo cada uno atado a la espalda
H. L. Mencken escribió que para cada problema complejo hay una solución clara, fácil y equivocada. Las soluciones fáciles y equivocadas no están hoy al alcance del Gobierno ni de la Generalitat. No hay atajos, ni para unos ni para otros. La intransigencia y el juego sucio se les pueden volver en contra. A ambos les interesa cargarse de razón y tratar de ganarse la voluntad de los ciudadanos y la comprensión de unas instancias europeas que, lo quieran o no, es muy fácil que acaben convirtiéndose en el árbitro del conflicto, sobre todo si no se abren pronto vías de diálogo y negociación. De hecho, de forma implícita estas instancias europeas ya actúan como un árbitro, al fijar el terreno y las reglas de juego y lanzar mensajes instando a las partes a negociar.
Tanto el Gobierno como los independentistas creen que este corsé europeo les favorece. El Gobierno, porque cree que Cataluña deberá abandonar la Unión si se independiza de España, sin ninguna posibilidad de reingresar a corto plazo, ni de seguir dentro del mercado único y de Schengen, ni de continuar utilizando el euro. Los independentistas, porque se sienten respaldados por un gran número de ciudadanos y creen que el Gobierno español, privado de la posibilidad de emplear medidas represivas, está poco menos que inerme y deberá plegarse a la voluntad de los catalanes. Todos ven a la Unión Europea como un aliado y como el arma que, en última instancia, les dará el triunfo.
En realidad, a quienes más nos favorecen estas reglas del juego es a los ciudadanos; no solo porque impiden regresiones y aventuras poco acordes con los tiempos que vivimos, sino porque incentivan el diálogo y nos aseguran que, pase lo que pase, tendremos la última palabra.
Carles Casajuana, exembajador de España en Reino Unido, es escritor y diplomático.
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