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Migrados
Coordinado por Lola Hierro

El hombre que acogió a 3.000 chicos sin papeles

Lola Hierro

Mohamed, Quinto y Omar, tres de los chicos que ha acogido Jaime, en el salón de la casa. / Lola Hierro

Se llama Jaime Barrientos, aunque él se autodefine como "una especie de papá pitufo extraño". Es periodista y escritor, pero no se ha ganado una calle en Torrelodones, municipio de la sierra norte de Madrid, por esas labores. "Un día, un agente de la Guardia Civil me dijo: 'Jaime, ¿sabes que tienes una calle?' Le pregunté que cómo era posible y me contó que un chico magrebí le había enseñado un papel en el que se leía una dirección que estaba buscando: la calle Jaime Barrientos", relata el aludido. Hasta ese punto había llegado su fama.

El joven que le buscaba había oído acerca de un señor que ayudaba a los chicos como él: extranjeros, solos, sin papeles y sin dinero. Jaime comenzó acogiendo a inmigrantes en situación irregular hace 22 años y asegura que por su casa han pasado unos 3.500 desde entonces. Alrededor de un 95% son de origen marroquí y apenas ha encontrado un par de chicas, mucho más protegidas por sus familias. Desde que comenzó la crisis económica, el flujo ha disminuido. "Los mayores están más informados, vienen de paso en su camino hacia Bélgica o Francia... la situación vuelve a ser parecida a la de antes de los años 90", analiza el periodista, que no recibe ninguna ayuda ni subvención por su labor: solo sus propios medios.

Su altruismo comenzó después de ser salvado de un incendio que devoró su casa mientras dormía. Poco después hubo otro fuego en las chabolas de Peñagrande, por entonces subarrendadas por gitanos a los marroquíes rifeños. "Pregunté a quién le había ido peor y me señalaron a una familia. Así empecé a echarles una mano y, poco después, cuando apareció un chaval solo por allí, me lo mandaron".

Comenzó acogiendo menores y mayores de edad, pero de los primeros se encarga el Grupo de Menores de la Policía Nacional (Grume), que los deriva a casas de acogida del Gobierno. "El día que cumplen 18 años les organizan una fiesta en el centro y luego les echan a la calle, sin dinero, sin trabajo y sin familia", critica. En el caso de los mayores, hay algunas ONG que tienen pisos de acogida donde pueden estar hasta los 21 años si están regularizados. "A mi me vienen sin papeles, soy la única puerta que les queda. Por eso, los que oían hablar de mi se venían a casa cuando entraban en la mayoría de edad".

Muchos llegan con sus padres a España y deciden pasar una temporada en casa de Jaime para huir de problemas familiares. Es el caso de Moha, marroquí de 21 años que conoció a Jaime con 16. "Tenía movidas con mi padrastro, así que estuve viviendo con Jaime unas semanas. Él me ayudó cuando estuve desorientado", explica.

Otros entran de manera ilegal en el país, generalmente escondidos en los bajos de un camión. "Un chavalín me contó que vio cómo otro chico se metía en los ejes de un retráctil. Se quedó dormido y cuando el eje se movió, le explotó la cabeza como un melón. Lo que me sorprendió es la naturalidad con la que lo contaba", asegura Jaime. Una naturalidad que obedece a que estos jóvenes no son conscientes de la dureza de sus vidas hasta que llegan a España. "Se revuelven tanto porque se dan cuenta de que la vida les ha estafado; que aquí los niños no trabajan, tienen zapatos, la poli no les pega... Son niños que no pueden rebelarse contra su familia, ni su Gobierno, ni su religión y van contra el primero que les trata bien", analiza.Ha conocido niños que comían directamente de la basura, otros que le han pedido un cepillo y betún para salir a limpiar zapatos y otros que escondían parte de la cena en el bolsillo porque temían no comer al día siguiente.

Mientras cuatro jóvenes ven la televisión en el piso de arriba, el periodista o "papá pitufo" explica en el salón que él distingue entre los "perpetuos", que son los que han pasado entre seis meses y dos años viviendo en su casa, y los que van esporádicamente: semanas, días o ratos en los que ponen la lavadora, se dan una ducha, ven la tele o almuerzan, pero sobre todo encuentran a una persona dispuesta a charlar y a escuchar. Las normas de convivencia son fundamentales para quien quiere formar parte del hogar de Jaime, lo más parecido a una familia que muchos jóvenes indocumentados encuentran a su llegada a Madrid.

Jaime Barrientos, en su casa de Galapagar. / Lola Hierro.

Barrientos ha vivido en varias casas, la ultima, en Galapagar. El salón está iluminado con el tenue destello amarillento de una única lamparita. En la penumbra, se distinguen alfombras, jarrones, cuadros y otros cachivaches encontrados a lo largo de su vida en los rincones mas insolitos del mundo islámco. Sus 28 viajes a Marruecos han hecho de él un perfecto conocedor de hasta la más mínima particularidad de su cultura y de nociones suficientes de árabe, por lo que no es fácil engañarle. "Aquí nos repartimos las tareas. Uno prepara la comida, otro limpia la cocina, otro el baño... Cuando me vienen con alguna pamima les digo que eso no es así y que los dos lo sabemos. Me baso en el respeto que tienen hacia los mayores", indica. "Nos enseña español, lo que hay que hacer en la vida, la cultura española, a comportarnos... pero no nos regaña mucho. Por ejemplo, si desordenas algo te dice que lo que toques, lo colocas", relata Omar, tangerino de 23 años que visita a Jaime con otros amigos todas las semanas.

El que no cumple las normas de convivencia se va a la calle. Un chico fue expulsado porque le rompía algún objeto cada vez que le regañaba. Otro, porque mató a uno de sus gatos, Jeremías. Con quien más problemas tienen, asegura Jaime, es con los agentes de seguridad privada y lo que peor llevan es que les llamen moros de mierda. "Hay más racismo que antes", asegura Mohamed. "Los españoles no son racistas pero últimamente nos tratan muy mal. Hay algunos que la han cagado y la gente piensa que todos los marroquíes son iguales, pero no es así. Yo solo he venido a buscarme la vida y sigo buscándomela", asegura Quinto, que llegó a España con 14 años escondido en los bajos de un camión.

Pese a los disgustos que a veces se lleva con estos chicos, Jaime no se rinde. "Muchas veces me digo que se ha acabado, pero luego piensas que, si has abierto la puerta a 3.600, la puedes abrir a 3.601 porque a lo mejor ese te sale bien". Algunos solo llaman cuando se meten en líos y otros acaban en la cárcel, según Jaime porque de menores se les ha dado de todo y se han creído con derecho a todo. Otros, sin embargo, le han dado alegrías. "Cuando después de un tiempo vienen con su mujer y sus hijos y me dicen: 'Jaime, me salvaste la vida', me hincho como un pavo".

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Sobre la firma

Lola Hierro
Periodista de la sección de Internacional, está especializada en migraciones, derechos humanos y desarrollo. Trabaja en EL PAÍS desde 2013 y ha desempeñado la mayor parte de su trabajo en África subsahariana. Sus reportajes han recibido diversos galardones y es autora del libro ‘El tiempo detenido y otras historias de África’.

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