Soberanía desigual y duopolio
Los partidos han desarrollado evidentes problemas de higiene democrática, pero hay pocos recambios al sistema. Lo que se necesita es que compitan en pie de igualdad y los escaños sean proporcionales a los votos
Es un placer y un honor recoger el guante que Francisco Rubio Llorente lanza en su artículo Voto de obediencia y voto de conciencia (EL PAÍS, 28 de enero) y tomar parte en el debate que allí se solicita sobre los abundantes problemas de la representación política en nuestro país. Saltaré por encima de las muchísimas cosas que con él comparto —el diálogo es siempre algo un poco injusto que germina sobre todo en el desencuentro— e iré directamente al núcleo de mi desacuerdo.
Aunque recogida en múltiples constituciones y frecuente todavía en los usos académicos, la expresión “mandato imperativo” dista de ser una construcción terminológica que tenga demasiado sentido actualmente. Está vieja, gastada, y creo que no ayuda a esclarecer las cosas, sino más bien a oscurecerlas. Alude, como es sabido, a la situación por la cual los electores prevalecen sobre su representante, de tal modo que pueden, a lo largo de los cuatro años de legislatura, dictarle instrucciones y atarlo a su voluntad.
Que tal cosa se declare ilegal es a día de hoy tan pertinente como proclamar ilegal la cría de unicornios. La mera posibilidad del mandato imperativo hace ya mucho que se extinguió. Primero, porque para ponerlo en práctica deberíamos tirar por la borda el derecho —este sí irrenunciable— al voto secreto, puesto que habría que identificar fehacientemente a los electores que votaron por un determinado representante para poder fehacientemente otorgarles mando sobre él. Y, además, porque el enorme número de votantes actuales impide cualquier acuerdo factible entre ellos.
El mandato imperativo es propio de los sistemas representativos medievales, en los que los electores eran o solo uno —el noble, el obispo— o unos pocos —los potentados del lugar— y no había problema en que los mismos le indicaran a su representante qué debía votar en cada momento. Con la conquista del sufragio universal esa situación saltó hecha añicos, y el representante pasó —en un proceso que llevó casi dos siglos— a ser un partido político, esto es, una entidad colectiva unificada en torno a una ideología. Pero esa transformación pivotó sobre un mismo quicio jurídico que se mantuvo inalterado: el escaño.
El mandato imperativo es anacrónico, propio de sistemas representativos de la Edad Media
En efecto, las normativas electorales se han modificado de raíz desde 1776, pero el escaño ha sobrevivido a todos los cambios. Siempre está ahí. Las razones de esta insólita permanencia son muchas, y desde luego muy interesantes, pero aquí habrán de soslayarse. Sea de ellas lo que fuere, no es en absoluto inconsistente defender que el escaño es una antigualla incompatible con la representación partidista. Pertenece a otro mundo, a un pasado que ya no volverá, y resulta disfuncional con la representación política realmente existente.
Y el caso es que, junto al escaño y gracias a él, también la expresión terminológica “mandato imperativo” ha perdurado. Y es, como el escaño, un perfecto anacronismo. De ahí que ya no signifique aquello para lo que fue límpidamente forjada —los electores mandan sobre su representante e imperan sobre él: son sus seño-res— y que haya adquirido un sentido del todo nuevo y forzado, que por eso mismo se muestra refractario a una comprensión inmediata e intuitiva y necesita de un rodeo teórico que lo haga comprensible.
Antes solo había electores y elegidos y todo era simple. Ahora en esa relación se ha interpuesto otra entidad, el partido. Así que, ¿de quién es el escaño, del parlamentario o del partido? ¿Es el partido el señor de los diputados, impera sobre ellos? Esta es a día de hoy la cuestión del “mandato imperativo”, y su interés no radica tanto en lo que plantea, como en lo que relega. No en lo que ilumina, sino en lo que oculta.
Porque discutir si el escaño —esto es: el poder— pertenece al candidato o al partido supone olvidar lo obvio: sea de uno o sea de otro, ¿dónde están en esa cuestión los electores? Y creo que es ahí, en la respuesta a ese interrogante, donde reside el problema que ha infectado todo nuestro entramado representativo.
Ahora, entre los electores y los elegidos se ha interpuesto otra entidad, el partido.
Rubio Llorente asegura que en España parece haber llegado la hora de plantearse el recambio de la “democracia de partidos”, ya que “se presenta entre nosotros de manera muy descarnada”. A su juicio el mal que la corroe es el de la “disciplina de partido”, la aplastante preponderancia del partido sobre la figura del parlamentario individual.
Yo, sin embargo, no creo que el problema de nuestra democracia sea ese. Ese modo “partidista” de funcionar es consustancial a todas las democracias actuales, y no parece que haya recambios factibles. No creo que la solución consista en potenciar la figura del parlamentario, de la persona, del individuo. No creo que el hombre o la mujer representen, por esencia, mejor que el partido. Lo que sí que creo es que, de carne y hueso o colectivo, el representante ha de ser siempre siervo de sus electores, que a los cuatro años habrán de ejercer sobre él un poder absoluto.
Y ese es precisamente el problema entre nosotros. No que los parlamentarios carezcan de poder frente al partido, sino que el poder de los electores sobre los partidos esté lejos de ser completo. No la cuestión más bien teórica del mandato imperativo —“¿quién es el representante?”—, sino la eminentemente política del mandato electoral: “¿Qué poder tenemos en España los electores?”. Porque a millones de electores el sistema electoral sencillamente les desapodera.
Al PP y al PSOE un escaño les cuesta 65.000 votos, pero para sus competidores estatales, IU y UPyD, el precio es otro: 300.000. Un doble rasero que se aplicará también a quienes opten por las nuevas alternativas: Podemos, Vox, el Partido X, etcétera. Si tu opción política necesita cinco veces más papeletas, ni tu voto es igual al de otros ciudadanos ni por tanto tu soberanía con respecto a los diferentes partidos absoluta. En España unos electores son más soberanos que otros. Intenten convencer a los jóvenes de que eso es “democrático”… y luego miren el resultado de tal intento en las encuestas. Los estamos perdiendo a espuertas, y el motivo es sencillo: son ellos los que tienen razón.
A un diputado del PP o el PSOE le valen 65.000 votos; al de la competencia, 300.000
No es el único, por supuesto, pero al menos a mi juicio ese es el gran problema de nuestra democracia: los electores no tenemos un voto igual. No mandamos ni imperamos igual sobre todos los partidos. En lo electoral no hay libre competencia ni igualdad de oportunidades, hay duopolio y privilegios heredados. Y a partir de esa vergüenza originaria inscrita en el corazón de nuestra soberanía, la miseria se expande por el sistema sin remedio.
“Esta lata de gusanos solo se abrirá desde dentro”, dice Willem Dafoe en Arde Mississippi. Pues bien, con los partidos ocurre exactamente lo contrario. No son latas de gusanos, pero han desarrollado evidentes problemas de higiene democrática. Y, sobre todo, solo se cambian desde fuera. De la misma manera que las cortes franquistas no se hicieron el haraquiri, sino que fueron empujadas a hacerlo por la sociedad española; o que la infanta Cristina no declara ante el juez voluntariamente, sino obligada por la fuerza coactiva del Estado; los dos grandes partidos que a día de hoy disfrutan de un régimen electoral de duopolio no van a mutar jamás su sustancia por libre iniciativa. Eso es política-ficción.
Así que, de momento, solo nos queda soñar. Dennos ustedes a los ciudadanos españoles un voto igual y pongan ustedes en este país a los partidos a competir en igualdad de oportunidades por ese voto. Y den a cada partido la proporción de poder exacta que le otorguen nuestros votos, y ni un escaño más. Y dejen por tanto que elijamos libremente entre varias opciones, no solo entre dos. Ya verán qué pronto los partidos se descontaminan a sí mismos de toda esa grasienta inercia antidemocrática que se les ha adherido con los privilegios del poder. Ya verán qué pronto mutan a mejor. Porque, de no hacerlo, perecerán. Les mataremos nosotros, los electores. Porque ahora sí que mandaremos e imperaremos sobre ellos y seremos, en consecuencia, sus soberanos.
Jorge Urdánoz Ganuza es profesor de Filosofía del Derecho de la Universidad Pública de Navarra y del Máster de Derechos Humanos de la UOC. Su ensayo Veinte destellos de ilustración electoral y una página web desesperada (Ediciones del Serbal) se publicará en breve.
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