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Tribuna
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Malraux en la Fundación Maeght

Hace más cuarenta años, entré en la vida adulta de la mano de este escritor

Al azar de las lecturas veraniegas, acabo de releer La cabeza de obsidiana, de André Malraux.

Y, de este texto tardío, de estas páginas marcadas, como las de Huéspedes de paso y Lázaro, por la proximidad de la muerte, los cuatro últimos capítulos, en los que el autor habla de su gran exposición alrededor de la idea del “museo imaginario”, hace exactamente 40 años, en la Fundación Maeght de Saint-Paul-de-Vence.

Pero ¿de verdad las había leído?

De pronto, no estoy muy seguro.

En todo caso, lo cierto es que recordaba las conversaciones de Malraux con Picasso, recogidas en el libro; sus visitas al estudio de la Rue des Grands-Augustins, en París; a la villa California, en Cannes; al castillo de Vauvernagues o a Notre-Dame-de-Vie, en Mougins; pero no la parte dedicada a la Fundación Maeght ni las 150 magníficas páginas dedicadas a la que sería la última aventura del autor de La condición humana y La esperanza.

A través de ellas, redescubrimos la Fundación como si esta no hubiera cambiado en 40 años: los jardines, el chirrido de las cigarras y los conciertos de las ranas; las temblorosas siluetas de las encinas; los olivos de Virgilio sobre el fondo de un Mediterráneo homérico; los mosaicos del estanque Braque; los Giacometti que vigilan el patio del mismo nombre y tiemblan, según nos informa el autor, al caer la noche; las siete u ocho salas que pueden visitarse hoy y yo reconozco sin necesidad de que él las mencione.

También asistimos a la llegada de las obras, desembaladas en medio de los Miró y de su “infierno ingenuo” para iniciar, ante los ojos del escritor-comisario que las dispone como quien baraja las cartas del tarot, el más inesperado, el más improbable y, muy pronto, el más fecundo de los diálogos: ¿con los primeros visitantes que vienen a admirarlas?, ¿con la necesidad de creer de los que ya no creen?, ¿con ese pueblo futuro que aún no ha nacido y, según Baudelaire, es al que espera, en silencio, desde siempre, todo poema —escrito o pintado, poco importa—?, ¿o con las otras obras, hermanas en el orden de lo Invisible, que, durante los meses que dure la exposición, serán agentes de su resurrección?

En ‘La cabeza de obsidiana’

Después llega el momento de colgarlas, ese momento milagroso en que los cuadros que uno creía conocer regresan, como le anunciara Picasso, “envueltos en túnicas doradas”; he aquí el milagro del marco que decide su espacio, y no al revés; el del escultor de las Cícladas cuya pieza, contigua a una monocromía con la que no pega nada, ha estado a punto de perder su fosforescencia y el de ese Buda con los ojos cerrados al que, por el contrario, la proximidad de un pantocrátor bizantino le da una gracia nueva que lo transfigura; he aquí que la ausencia de todo Monet, como la de la flor según Mallarmé, da su sentido y su brillo a un van gogh, a un cézanne o a un corot; y he aquí a los diablos de Picasso dialogando con los ángeles de Chagall y reconciliando, a espaldas de ambos, a estos dos artistas que tan poco se apreciaban.

Y la cena de inauguración, con el desfile de coleccionistas y galeristas amigos, de conservadores y críticos, de comisarios estéticos encargados de acompañar a tal shigemori o tal tiziano que nunca habían salido del museo del que proceden; y la alegre algarabía de los invitados en un restaurante de Mougins —que no reconozco: tal vez haya desaparecido— en el que Caillois se codea con Chagall y Louis Guilloux con Dina Vierny; y el discurso de Aimé Maeght, padre de Adrien, actual presidente de la Fundación; y, finalmente, el discurso de Malraux, con sus piruetas y sus zarabandas, sus cortocircuitos a través de los siglos, Spengler en pleno cuerpo a cuerpo con Élie Faure, el enigma de la resurrección de las telas y de su carne gloriosa, o la gran lucidez de los artistas que saben que, lo mismo que los dioses, las obras de arte son objetos de metamorfosis.

Y el último día —qué tristeza, con solo pensar en ese instante en que las estatuas sumerias habrán de regresar a Siria; en que la Berthe Morisot de Manet se separará de la Selva virgen del Aduanero Rousseau, junto a la cual hubiera permanecido un poco más de tiempo; y en que los picassos regresarán con Jacqueline, que los había prestado en memoria del coronel rojo de la Guerra Civil— llegará el momento de la gran dispersión y el Museo imaginario será arrojado al cementerio de los sueños que parecen espejismos y necesitan de páginas como estas, que den fe de que una vez, por el espacio de una temporada, tuvieron el poder de encarnarse.

Está todo ahí.

La unidad de una existencia.

El dichoso tormento de un escritor en liza, como siempre, con sus sueños y con el mundo que se les resiste.

Y para mí que, hace más de 40 años, entré en la vida adulta respondiendo al llamamiento de este escritor que, a su vez, había respondido a otro procedente del delta del Ganges, de un pueblo martirizado, no hay nada tan conmovedor como volver a encontrarme con él en estas páginas olvidadas, envejecido pero vigoroso, titubeante entre frase y frase, pero para ir a dar siempre con la cadencia exacta y para enunciar, desde ese lugar que ya entonces era la “única fundación francesa comparable con las grandes fundaciones extranjeras y, en particular, norteamericanas”, las únicas palabras capaces de desmentir esa terrible frase de Stalin que le transmitiera el general De Gaulle y él nos transmite a su vez desde los jardines de Saint-Paul-de-Vence, pero esta vez para desafiarla y burlarse de ella: “Al final, la muerte siempre gana”.

Bernard-Henri Lévy es filósofo.

Traducción de José Luis Sánchez-Silva.

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