El clan de los 277 Osbornes
Hay un requisito para entrar en la cúpula del imperio español de vino e ibéricos: llevar el apellido. Mientras madura su expansión internacional, la junta del toro vota todo por unanimidad.
Más que una junta de accionistas aquello parecería una boda con 277 invitados. “¿A quién se le ocurre poner queso de entrante y rabo de toro como plato principal?, ¡qué ordinariez!”, comentó uno de los comensales, al mismo tiempo que se conocía que los beneficios de Osborne en 2012 eran de 32,5 millones de euros, como consecuencia de haber vendido 2,5 millones de litros de vino de Jerez y 10 millones de litros de Brandy por valor de 222 millones. Tomás Osborne, en los 65 años, con barba cana y un cultivado aspecto de distraído, grababa el comentario culinario en su memoria, como tantas otras cosas oídas en la familia. Y días más tarde, en el mismo salón de sus bodegas donde había tenido lugar ese encuentro anual de una de las empresas más antiguas de España, sentenciaba: “La próxima vez, foie”.
Él es el que cuida de “la familia”, que en este caso es sinónimo de empresa porque para ser accionista hay primero que ser Osborne. Se preocupa de que estén todos bien, “preguntando a este y al otro...”. Él es la sexta generación del clan. Empezó con 20 años llevando al despacho de su tío abuelo los albaranes de salida de los camiones de brandy y ha acabado presidiendo, junto a su primo hermano Ignacio —“el ingeniero”, 60 años, hoy consejero delegado—, el negocio que fundara un Thomas Osborne inglés allá por los últimos años del siglo XVIII, en el Puerto de Santa María (Cádiz).
Desde que en 1996 “los niños” fueron elegidos unánimemente por los diez miembros del Consejo de Administración —o sea por sus padres, tíos, primos...—, la empresa tiene una cúpula bicéfala en la que el presidente y —aunque le chirríe— conde de Osborne—, gestiona la emoción y el consejero, la razón.
Han pasado más de 200 años desde que aquel aventurero inglés hiciera buenas migas con el cónsul de turno y empezara a vender el spanish brandy a las ricas familias europeas, pero los Osborne permanecen tan aferrados al typical spanish, que ya no se sabe qué es más típico, si ellos y el toro bravo que tienen por marca corporativa y que salpica los horizontes de toda España (y parte del extranjero), o el vino (fino, tinto y de Jerez), el brandy, los ibéricos, o toda esa gama de productos turísticos (ropa, souvenirs) que ya venden en los principales aeropuertos del mundo, junto a sus restaurantes Cinco Jotas.
En plena crisis, cuando España busca su marca para venderse en Bruselas o donde sea sin charangas ni panderetas, resulta que los del toro, el jamón y el vino se lo siguen llevando crudo desde esas tierras sureñas donde el país casi pierde su nombre. Osborne (y la familia) crece —un 7% en 2012— y lleva su marca (y la de “lo español”) por medio mundo. Y van camino del otro medio —EE UU, México o Alemania son los posibles destinos de una nueva sede—. ¿Cuál es su secreto?
Allí sentados, en el sofá de esa gran sala de suelo pulido e inestable —“son tacos de botas de roble americano”—, junto a la bodega de altos techos y columnas mohosas que llaman la Sacristía y que huele al rancio de los antiguos almacenes de abastos de los pueblos. Degustando su vino fino helado con galletitas saladas y con manifiesta timidez ante la cámara. Los primos no parecen precisamente los ejecutivos agresivos de una empresa con 800 empleados, que exporta a más de 40 países.
Permanecen tan aferrados al 'typical spanish' que ya no se sabe qué es más típico
Traje y corbata (incluso con toros bordados), condición sine qua non para todo el que trabaje en esa casa —salvo para “Ramoncillo”, el archivero—, cualquiera podría decir que los primos vienen o que van a una boda familiar, sin mayores aspavientos. Aseguran, con cierto disgusto, que viajan mucho, “sobre todo Ignacio”, que dejó su trabajo en Oslo para volverse a Cádiz: “Es un orgullo que la familia te elija”.
En esa escueta frase, entre esas tres palabras —orgullo, familia, y elección— se frunce el secreto del éxito de un gran negocio que se viste de discreción de lunes a domingo.
El orgullo. Se ha fermentado durante dos siglos como sus caldos, despacio —se tarda entre dos y diez años en hacer un brandy—. Mezclando a los progenitores y más veteranos, los de las barricas soleras (las que tocan el suelo), con los más jóvenes, los de las hileras más altas (criaderas). El día que les hicieron presidente y consejero delegado, salieron sus padres de sus respectivos cargos. Como el día que “Ramoncillo” (58 años) sustituyó a su padre en el archivo. O “Pepilllo” (59) al suyo como capataz de bodega. O “Miguelito” (61) como responsable de personal... Un trasiego, como el del vino, de padres a hijos, de una familia del Puerto a otra. Hasta conseguir algo homogéneo, el sello, eso que huele, sabe e impregna todo. Eso que hace que cada día, al toque de corneta de las 12.00, jardineros, capataces, personal de administración, turistas alemanes que visitan la bodega y el propio presidente —que no se pierde una— salgan al jardín a tomarse una copita de vino fino, “haciendo familia”.
» EL ORIGEN. Un aventurero inglés de nombre Thomas Osborne llegó a finales del siglo XVIII buscando fortuna al Puerto de Santa María.
» LA CABEZA. Como los dos cuernos del toro que tienen por marca, dos son los puntales de la empresa. Primos: Tomás e Ignacio Osborne, presidente y consejero delegado, emoción y razón.
» LA SAGA. La familia ha crecido hasta los 277 miembros y/o accionistas.
» EL NEGOCIO. Todas las decisiones se toman por acuerdo unánime del Consejo (14 familiares): "Si no, se piensa otra cosa".
» EL DESTINO. Fuertes en plena crisis, buscan establecerse en una nueva sede. Los principales candidatos: Estados Unidos, Alemania y México.
De puertas para afuera, en 1957, adquirieron el aspecto de ese toro bravo altivo. Ideado —cómo no— por un portuense, el diseñador Manolo Prieto. Y fabricado por otro, el de la fragua de Feliz Tejada. Y estratégicamente colocado “por el tío Juan Antonio” por las colinas de España, hasta convertirse en un símbolo del país y ser indultado por aclamación popular cuando el reglamento de Carreteras de 1994 ordenó su retirada.
La Familia. Ha crecido y ha cambiado mucho. Los aventureros ingleses dieron paso a los precavidos españoles. “Lo nuestro es la anticipación”, se adelanta Ignacio. Tanto para establecer unos estatutos que evitaran problemas en la familia como para llevar a cabo jubilaciones anticipadas —“no ERE”— cuando ha sido necesario. Ni rastro queda de aquellos intelectuales excéntricos que les precedieron, salvo el apellido. Los Osborne están arraigados como las cepas a esas tierras blancas ricas en carbonato cálcico, que lo mismo aprovechan una ventolera de levante que una ponientá.
La elección. Son tan previsores que se previnieron de sí mismos. Todas las decisiones del Consejo —formado por diez hombres y cuatro mujeres— se toman por unanimidad: “Si no estamos todos de acuerdo se piensa otra cosa”. Los estatutos son claros: “Se pueden hacer prácticas en la empresa pero entrar a trabajar es otro cantar. Debe ser a propuesta de la familia y, o bien existe un puesto vacante y apto para el aspirante, o bien el apellido aporta algo al puesto como embajador de marca”. El resultado de esa política habla por sí mismo: de 800 empleados solo cuatro son Osborne.
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