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OBITUARIO

Peter Scott, el ladrón exhibicionista

El británico siempre se jactó de sus robos a aristócratas y estrellas de cine

Peter Scott.
Peter Scott.

Peter Scott quiso forjar su propia leyenda como el ladrón por antonomasia de las clases altas británicas, la aristocracia y varias estrellas de cine, no solo escribiendo una autobiografía sino incluso reclamando, en una carta remitida al diario The Daily Telegraph hace dos décadas, la suficiente notoriedad como para ser protagonista algún día de uno de sus obituarios. Acaba de merecerlo a raíz de su muerte, a los 82 años, por su condición de caco de altos vuelos que llegó a sustraer de las mejores residencias londinenses joyas, pieles y piezas de arte por valor de 30 millones de libras, incluido un collar de Sofía Loren mientras filmaba una película en el Reino Unido.

Scott se autoproclamaba una suerte de Robin Hood, por el declarado desprecio a sus opulentas víctimas, “imbéciles privilegiados que parlotean en monosílabos” según su definición. Pero a diferencia de aquel generoso bandido del folclore inglés, que robaba a los ricos para repartir el botín entre los pobres, no consta que compartiera nunca los beneficios de sus operaciones. Entre los hitos de su singladura destacan las reiteradas incursiones en las mansiones de los barrios de Belgravia y Mayfair, y principalmente un suceso que acaparó titulares en 1960: el robo de una gargantilla cotizada en 200.000 libras y propiedad de la actriz italiana más renombrada de la época.

La Loren “tuvo lo que se merecía”, fue la posterior justificación del afamado ladrón, quien desde la tierna adolescencia había convertido el robo en su modo de vida. Nacido en una familia de clase media de Belfast bajo el nombre de Peter Craig (1931), tras la prematura muerte de su progenitor, militar de profesión, comenzó a proliferarse en pequeños hurtos. Solo cuando ya llevaba acumulados centenar y medio, y cumplidos los 22 años, se le impuso una primera y breve sentencia de prisión. Optó entonces por trasladarse a Londres, previo cambio de su apellido por el de Scott, y sofisticar en aquella capital sus actividades delictivas concentrándose en los haberes de los más ricos. A raíz de su asalto de 1956 a la opulenta mansión de un magnate de la prensa, el vizconde Kemsley, mientras un grupo de comensales cenaba en la misma casa, Scott decidió entonces “que ese sería el trabajo de mi vida”. En las décadas de los 50’ y 60’ identificaba a sus víctimas propiciatorias a base de escrutar las columnas de sociedad de los periódicos británicos.

Peter Scott quizá buscaba emular al elegante Cary Grant del filme “Atrapa a un Ladrón” (dirigida por Alfred Hitchcock en 1955), estrenando en cada uno de sus robos un traje nuevo. Lo impecable del atuendo le permitió soslayar más de una contrariedad, como aquella ocasión en la que después de escalar la fachada de una vivienda y acceder a la misma a través de la ventana se topó con una dama. “Todo en orden”, dijo adoptando una pose de mayordomo de la mansión que no fue cuestionada por su interlocutora.

En su misiva de 1994 al Telegraph, Scott adjuntó una lista de cien personajes que, según alegaba, fueron objetivo de sus robos, desde las actrices Elizabeth Taylor o Lauren Bacall, hasta la soprano María Callas o la mismísima reina madre, progenitora de Isabel II. Por aquel entonces, y después de haber cumplido una docena de años en prisión, se declaraba retirado del oficio, y meses después publicaba su biografía. Pero en 1998 regresaba a las andadas y la sustracción de una pintura de Picasso, Tete de Femme, en una galería londinense, le reportó otros tres años a la sombra.

Tras su última salida de la cárcel, el apodado “hombre araña” por su habilidad para trepar por paredes y cañerías abandonó definitivamente el que había sido su único gremio, a causa de las limitaciones físicas de la edad y ya con cuatro matrimonios a sus espaldas. Malgastó los réditos no incautados por la justicia y terminó sus últimos años viviendo de la asistencia social en un modesto piso del norte de la ciudad. Aunque lo había perdido todo, siempre retuvo la confianza de que al menos el diario que solía leer durante sus periodos de internamiento acabaría glosando, de un modo u otro, su figura

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