Lugares que visitar antes de hacerte viejo: Bujara y Jiva
Bujara fue la capital de un reino samánida, una dinastía de emires persas cuyo imperio (819-999), en su máximo apogeo, se extendía desde Mongolia a las fronteras del actual Pakistán, y que fueron grandes mecenas del arte y la literatura. Poco a poco, tras la islamización del Asia Central, Bujara se convirtió en el centro cultural y religioso de toda la región. En sus madrasas estudiaban el corán miles de alumnos y enseñaban figuras de la talla del médico, filósofo y científico Ibn Siná (Avicena, en español)
Kalon hacía las funciones de alminar, pero también de faro para guiar con el fuego que se encendía en su cúpula a las caravanas del desierto cuando les sorprendía la noche o una tormenta de arena. Bujara tiene aún hoy el mismo color terroso que el desierto que la rodea. Los bazares cubiertos de cúpulas (en los que hoy ya no se venden especias ni sedas de China sino souvenir para turistas), las mezquitas con altivas fachadas de azulejos enfrentadas siempre a una madrasa y el intrincado dédalo de callejuelas del centro histórico que hoy aún vemos y que han hecho de Bujara una de las ciudades más visitadas de la ruta de la Seda, pertenecen a esa época.
Más intensa todavía ha sido la rehabilitación de Jiva, la otra gran ciudad monumental de las llanuras uzbekas. Jiva era un oasis perdido al norte del desierto de Kara Kum, en un ramal secundario de la Ruta de la Seda. Para llegar a ella hay que desviarse de la ruta principal en la que están las mayores ciudades el país (Bujara, Samarcanda, Tashkent) y hacer unos 400 kilómetros hacia el noroeste en busca del valle del río Amu Daria, que desemboca en el mar de Aral.
La restauración del casco histórico de Khiva también empezó en época soviética. Y ha sido aún más excesiva que la de Bujara. Tanto que despende un cierto tufillo a ciudad-museo-de-cartón-piedra sin ápice de vida local, ya que casi todos los espacios cerrados de la zona vieja se dedican ahora al turismo. Aun así, Jiva impresiona al visitante primerizo. Caminando entre viejos caravanserais, madrasas alicatadas de bellos azulejos, bazares cubiertos, mausoleos, ciudadelas de barro y elegantes minaretes es fácil imaginar lo que debieron ser aquellas ciudades míticas del desierto. Y apenas el viajero se aísle un poco casi puede oír las pisadas de las caravanas de dromedarios que entran por la puerta de Khuna Ark procedentes de Kirguiztán; o el bullicio del Dekhon Bazaar mientras descargan polvorientos fardos de delicadas telas, especias de olores extraños y cofres de maderas nobles repletos de aceites y productos de cosmética.
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