Aprender a renovarse sin trauma
Necesitamos el análisis de expertos que propongan los cambios políticos
La historia contemporánea de España tiene algunos rasgos inquietantes. Uno de ellos es lo que podríamos llamar la tendencia a la degradación de los regímenes. Los grandes períodos de la historia contemporánea: el trienio liberal (1820-23), la regencia de María Cristina (1833-41), la regencia de Espartero (1841-43), la monarquía isabelina (1844-68), el sexenio democrático (1868-74), la Restauración (1875-1931), y la Segunda República (1931-39), comenzaron con grandes esperanzas y terminaron, como vulgarmente se dice, como el rosario de la aurora, es decir, con disensión y violencia. Excluyo el absolutismo y las dictaduras porque esos regímenes nacieron ya degradados.
El caso es que todos los períodos enumerados comenzaron apoyados por el entusiasmo popular y terminaron hundiéndose en la indiferencia y el odio, cuando no en la masacre. Esto explica el gran número de constituciones que jalonan la historia contemporánea de España, en número casi igual al de períodos considerados. Por eso podríamos decir que más que de períodos o reinados, habríamos de hablar de regímenes. El trienio constitucional (tan bien reflejado en La Fontana de Oro de Galdós), que inaugura la serie, bajo los auspicios de la Constitución de Cádiz, fue, una excepción en el sentido de que fue derribado por una fuerza exterior, la invasión francesa de los Cien Mil Hijos de San Luis; pero lo cierto es que no hubo en la primavera de 1823 ni sombra de la heroica resistencia con que había sido recibida la invasión napoleónica quince años antes. Todos los demás regímenes cayeron por su propio peso, recibiendo un descabello militar las más de las veces, al que llegaron ya desfondados y agonizantes, desgarrados por las luchas y rivalidades internas.
Esta es una pregunta que yo me he hecho a menudo, y con la que he acosado a mis amigos juristas: ¿por qué tantas constituciones promulgadas, sin contar las nonatas? ¿No sería mejor imitar a los Estados Unidos, que no han tenido más que una constitución en toda su historia, y la han ido adaptando a los tiempos cambiantes por medio de enmiendas? La pregunta, en todo caso, es secundaria: la pluralidad de constituciones es un síntoma, no el problema en sí. El problema es la sorprendente rigidez de nuestros regímenes e instituciones, que parecen incapaces de renovarse sin trauma. En el caso de la Restauración, es difícil saber si fue la ausencia de sus dos grandes protagonistas (Cánovas y Sagasta) o la incapacidad de adaptarse a una España en pleno crecimiento económico y cambio social, pero el hecho es que desembocó primero en la dictadura de Primo de Rivera y luego se hundió dejando lugar a la Segunda República, que fue acogida con entusiasmo y ya sabemos por desgracia cómo terminó.
Vienen estas apresuradas disquisiciones históricas a cuento de la situación presente. Parece claro que lo que comenzó tan esperanzadoramente con la Transición a la Democracia, hace ahora tres decenios y medio, ha entrado en un callejón angosto al que nadie parece ver salida airosa e indolora. Al paulatino desarrollo del separatismo, que nadie parece saber cómo detener, se une otra lacra periódica, que es la corrupción generalizada, ante la que nuestros políticos sólo parecen saber responder con el “Yo no he sido” o el “Y tú más,” o con ocurrencias poco meditadas, en algún caso en abierta contradicción con la conducta anterior de la figura que las recomienda. Pocos parecen darse cuenta de que tanto el separatismo como la corrupción son endémicos al régimen por el que nos regimos, que el sistema de nombramiento (más que elección) de los cargos públicos que utilizamos conlleva aparejadas ambas cosas.
La ausencia de ideas serias y constructivas es alarmante; y es que la solución no puede venir de los políticos actuales, que son, para usar la frase trillada de un viejo pantera negra, “parte del problema y no parte de la solución”. La solución, una reforma profunda, tiene que venir de fuera del sistema. Lo mejor que pueden hacer nuestros políticos es declarar que estamos en una emergencia nacional y dejar paso a pensadores independientes que propongan soluciones. Debiera nombrarse una Comisión de Diagnóstico Político, compuesta de un número limitado de autoridades de prestigio que tuvieran la menor relación posible con el mundo político, salvo en lo relativo a su competencia científica, de los que al menos una quinta parte fueran extranjeros, y pedirles un informe sobre los defectos de nuestro sistema político y recomendaciones acerca de cómo poner remedio a la situación actual. Pese al problema que conlleva la publicidad y la atención de los medios, el nombramiento y composición de la Comisión debieran ser públicos, y la Comisión, aunque trabajara en paz y en reclusión, podría y debiera tratar de pulsar otras opiniones y hacer uso de todo tipo de encuestas. Naturalmente, las recomendaciones de la Comisión no serían vinculantes, pero marcarían una senda, darían legitimidad y otorgarían autoridad a unas reformas que sin duda suscitarían oposición y crítica muy cerradas, pero que quizá dieran la flexibilidad que falta a nuestras instituciones.
Existen algunos antecedentes, muy pocos, de este tipo de Comisión en nuestra historia. Pero la que fue quizá la más famosa, la Comisión del Patrón Oro de 1929 (cuyas recomendaciones no se siguieron, no puedo entrar en el porqué), es aún objeto de estudio en las Facultades de Economía, y marcó un hito en nuestra historia económica.
¿Tendrán nuestros políticos la grandeza de ánimo y la inteligencia de recurrir a una Comisión independiente como medida para flexibilizar nuestra inveterada rigidez política y sacarnos del atolladero en que estamos? ¿O seguirán pretendiendo que ellos saben más y que nuestras instituciones “gozan de buena salud”?
Gabriel Tortella, profesor emérito de la Universidad de Alcalá, es economista e historiador.
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