La tentación del populismo
Al igual que otros países de la orilla norte del Mediterráneo, España se considera parte de la frontera a través de la que llegan a Europa los trabajadores extranjeros. Pese a la evidencia geográfica, no deja de ser una imagen que no se corresponde con la realidad. Durante los años de prosperidad, el principal flujo de inmigrantes procedía de América Latina, no del África Subsahariana ni del Magreb, aunque la comunidad marroquí fuera una de las más numerosas.
El dramatismo del fenómeno de las pateras alteraba la percepción pública, haciendo creer que las costas españolas, no los aeropuertos, eran la principal vía de entrada de extranjeros en busca de un puesto de trabajo, tanto en la economía legal como en la sumergida. Este error de perspectiva marcó en gran medida el debate político y ciudadano sobre la inmigración, planteándolo como una alternativa entre los partidarios de la solidaridad con los más desfavorecidos y los de una aproximación que se pretendía a la vez realista y defensiva. Entre tanto, el número de trabajadores extranjeros no dejaba crecer, pasando desde porcentajes marginales en relación con la población española en 1990 hasta cifras que, dependiendo de las zonas, podían situarse en torno al 20 por ciento. En el conjunto del país, los 5,7 millones de inmigrantes registrados en 2010 suponían el 14% del censo total de habitantes.
Durante mucho tiempo, las razones de este aumento de la inmigración tanto en términos absolutos como porcentuales no fueron objeto de un análisis riguroso. Desde todas las posiciones del espectro político se dio por descontado que la fuerza que empujaba a los trabajadores extranjeros a venir a España era la dramática situación de sus países de origen. Sin duda, era la condición necesaria, puesto que nadie con posibilidades de prosperar en su propio medio se lanza a una incierta aventura que, en el caso de las pateras, puede acabar de forma trágica. Pero faltaba por considerar la condición suficiente, más vinculada a la forma en la que se produjo el crecimiento español entre 1990 y 2008 que a los propios niveles de riqueza alcanzados. Según las estimaciones más fiables, la economía sumergida podría representar el 25% del Producto Interior Bruto español. En la perspectiva de un candidato a inmigrar, esto suponía que las posibilidades de encontrar empleo en España, muy altas de por sí dadas las tasas de crecimiento, eran independientes de la forma en que se atravesara la frontera. Si se hacía legalmente, era fácil acceder a un empleo legal. Pero si se entraba de forma clandestina, el sector informal seguía ofreciendo oportunidades.
Como el resto de los países europeos, España se propuso establecer una política hacia los trabajadores extranjeros en situación regular y otra hacia los que se encontraban en situación irregular. Fue un intento inútil, lo mismo que sucedió en los Estados del entorno. Temerosos del auge de las fuerzas populistas en toda Europa, los partidos democráticos españoles acabaron adoptando medidas de "mano dura" contra la inmigración clandestina y, al mismo tiempo, reformando hasta en cuatro ocasiones -tres por Gobiernos del Partido Popular y una por los del partido socialista- la Ley de Extranjería, siempre en un sentido restrictivo. El Gobierno de Zapatero, en un intento de conservar el electorado de izquierda, quiso disimular el giro de su política migratoria presentándola como una exigencia de la Directiva Europea del Retorno. Fue el Gobierno de Zapatero, sin embargo, quién más apoyó bajo cuerda su aprobación: sin el voto de los socialistas españoles en Estrasburgo, quienes con dos únicas excepciones, las de José Borrel y Raimon Obiols, rompieron la disciplina del grupo parlamentario socialista europeo, la Directiva del Retorno no habría sido aprobada.
El estallido de la crisis financiera internacional en 2007, pronto trasladada a la economía real, supuso un punto de inflexión en los flujos migratorios hacia España. El sector de la construcción, hipertrofiado como consecuencia de una excepcional burbuja inmobiliaria, fue el más castigado por la crisis. Puesto que se trataba, además, de uno de los sectores que, junto a la agricultura y los servicios, más trabajadores en situación irregular absorbía, su hundimiento provocó un alto desempleo entre los trabajadores extranjeros y un pronunciado declive en el número de inmigrantes que llegaban a España. Como en otros países de Europa, el debate político, aunque no tanto ciudadano, no cesó, sino que se trasladó a una zona gris que amenaza la vigencia del Estado de derecho. Ahora no se busca tanto exhibir la "mano dura" contra las trabajadores extranjeros en situación irregular como de idear fórmulas tan retorcidas como intolerables para privar de los derechos sociales adquiridos a los que desarrollaron su actividad legalmente. El Partido Popular, seguro de ganar las próximas elecciones generales, no deja de anunciar medidas propias del populismo. El partido socialista, por su parte, no acaba de rechazar la tentación de competir con su rival en ese mismo terreno.
José María Ridao es diplomático y escritor
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