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Una tarde de cervezas en La Habana

Jóvenes de América Latina ponen a competir su desencanto

Parecía concurso de miserias, o competencia de quejas. Un par de semanas ha, compartía mesa con jóvenes, estudiantes universitarios, llegados de lugares diversos. Sentados frente a mí: del lado izquierdo, un grupo de cubanos; del lado derecho, una mezcla variopinta, mexicanos, dominicanos, algún venezolano. Todos egresados ya o aún inscritos en diferentes facultades, aunque predominaba la de Comunicación. El motivo que nos convocaba había sido justo un encuentro latinoamericano de estudiantes y estudiosos del periodismo y la comunicación.

De un lado comenzó la queja -"¡estamos fatal!, no nos alcanza para nada, no hay libertades, ¡es una basura vivir acá!"-; del otro vino la réplica inmediata -"¡estamos fatal!, las oportunidades no lo son, el mercado te come, hay un exceso de libertades, ¡es una basura vivir allá!". Dejé correr un poco la conversación; ahí estábamos, con cerveza en mano y en algún lugar de La Habana. La escena, vista un poco a la distancia: nuestra juventud educada, vital por definición, atrapada en lo que ya adquiría tintes de concurso de miserias. Otro, que también observaba, destacó la ausencia de horizonte: las quejas -falta de oportunidades laborales, de libertades; temor por la inseguridad; desencanto con la clase política y un largo etcétera apuntaban a lo más inmediato, sin una narrativa más amplia. Tal vez, si acaso, entre los estudiantes venezolanos, polarizados y enconados.

Toda generalización es injusta, lo reconozco, pero tengo ya más de 20 años de trabajar con jóvenes de los más diversos lugares como para poder reconocer esta tendencia que despuntaba en nuestra conversación en La Habana: el común de esa juventud ahí reunida parecía ser el desencuentro esencial con el futuro, un tono un poco de derrota. No se hablaba mucho del Cambio, así con mayúscula; se anhelaban sobre todo los cambios, de dimensiones más alcanzables.

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Me quedé con la sensación de que nos urge una nueva historia que contarnos. Y personajes que la impulsen. Y una juventud que luche por las Palabras con mayúsculas; las minúsculas son más propias de los que ya son conscientes de sus límites. ¿O será que hemos formado juventudes ancianas?

De regreso a mi país, echo un vistazo a lo que aquí sucede: otra rebatinga en torno al paquete fiscal; asesinatos de más periodistas; movilizaciones a raíz del conflicto con el sindicato de los electricistas; ejecuciones de criminales; nuevas cifras de desempleo; inundaciones con sus fatalidades; pero también incipientes movimientos ciudadanos en defensa de sus derechos; una pujante escena cultural... mosaico propio de la complejidad de una sociedad como la mexicana. Se hace evidente, sin embargo, esta gran ausencia de narrativa: todo sucede como en episodios aislados, y por ello carece de sentido. Incluso, la así llamada por el gobierno federal "guerra contra el crimen", no basta. Los medios de comunicación tampoco contribuyen: reducen con frecuencia los debates a la suma cero de ganadores y perdedores. Mientras, todos observamos desde la barrera.

"Más poesía, por favor". Así titula su columna en el diario The New York Times, del domingo pasado, Thomas L. Friedman. Y le reclama a Obama que, a un año de haber asumido la presidencia de los Estados Unidos, no haya podido mantener viva la narrativa que inspiró su triunfo en la contienda electoral. Son muchos los frentes abiertos, dice Friedman: la reforma al sistema de salud, la situación económica y el desempleo, las modificaciones al sistema educativo, Afganistán, Irak. Para cumplir con esta agenda, apunta el columnista, se requiere de una sociedad motivada y de un espíritu de sacrificio compartido. Es ahí donde la narrativa se vuelve vital. No es un asunto de comunicación; es más, dice Friedman, el presidente es sobre todo un gran comunicador. Pero, y en su texto cita al politólogo Michael Sandel, "Obama necesita recapturar la poesía de su campaña para inyectar energía a la prosa de su presidencia."

En México, periodistas, académicos e intelectuales han señalado también la falta de dimensiones narrativas y de horizontes épicos del momento en que vivimos. Hay quienes, incluso, afirman que la que hoy nos gobierna es "la generación del fracaso". Si es así, diría que todos debemos asumir la parte que nos toca. Y vernos en el espejo de lo que hemos construido.

Mientras estuve esos días en La Habana, se me rompieron mis anteojos. Y me fue imposible lograr que los arreglaran. Eso, y la desconexión obligada dado lo inaccesible, aun para turistas, de Internet y otras formas de comunicación a las que nos hemos acostumbrado en otros países de este Siglo XXI, me llevaron a relacionarme de otra forma con mi entorno más inmediato. Un sentido disminuido, en este caso mi vista, obliga a los otros a afinarse. Y tuve más tiempo para escuchar y para palpar. Hay historias que aún resuenan en los callejones habaneros; pero es sobre todo el eco de lo que quiso ser.

Terminó la tertulia y se apagó el concurso de miserias: nadie había ganado, claro, y nadie estaba particularmente satisfecho con el tono que había adquirido la noche. A pregunta expresa, los estudiantes ahí reunidos no supieron contestar bien a bien cómo se veían en el futuro. Expresaban más el deseo de contar con las coordenadas que los guiaran en esta incertidumbre. Pensé que si de algo pudieran servir los ya muy próximos festejos en varios países latinoamericanos por los bicentenarios y centenarios de independencias y revoluciones, sería para obligarnos a articular una historia diferente, para elevar nuestros horizontes. Pero eso será tema de otro texto. Por ahora me quedo con esa tarde de cervezas en La Habana, en la que intuí que en una de esas estamos formando a jóvenes ancianos.

Gabriela Warkentin es directora del Departamento de Comunicación de la Universidad Iberoamericana, Ciudad de México; Defensora del Televidente de Canal 22; conductora de radio y TV; articulista.

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