¡Cuidado!, alguien te observa
Todas las guías de viaje aconsejan visitar en Samarcanda el cementerio de Shah-i-Zinda. Lo aconsejan por su avenida de los mausoleos, un callejón fascinante orlado a ambos márgenes por tumbas que datan de los siglos XI al XVI y en los que están enterrados diversos personajes de la ajetreada historia de la ciudad.
Pero a esta alturas de viaje, uno empieza a estar harto de las cinco M (mezquitas, mausoleos, madrasas, museos y mercados) y paso de largo tan egregia y significada avenida para deambular un rato por la parte nueva del cementerio; que empieza por C y no por M.
Pero pronto me asalta la extraña sensación de que alguien me observa. Hay gente que me sonríe, otro leen mientras paso a su lado, o fuman un cigarrillo. Los más, me miran con severidad y displicencia. Los menos, mantiene la mirada perdida en el infinito, o habría que decir, en la eternidad. Los hay que lucen medallas ganadas en algún hecho guerrero; otros visten sus ropas de faena; las mujeres llevan tocados en la cabeza, y algunos hombres, el gorro típico uzbeko.
En este cementerio, los muertos están muy vivos. Están a tamaño natural, en posturas cotidianas. No se han ido, siguen aquí. Grabados en grandes placas de granito. Tal y como fueron en vida en este valle de lágrimas. También en nuestros cementerios se suelen poner fotos de los fallecidos en la lápida. Pero son fotos pequeñas, en color sepia, casi testimoniales, que nos muestran hombres y mujeres circunspectos. Que han asumido su condición de finados.
Aquí no. Los de Shah-i-Zinda parecen no resignarse a esa condición de ex. Hay uno que tiene grabados bajo su foto una moto de trial y un coche de rallys. ¿su deporte favorito? ¿la causa del óbito? Caminando por aquí me entran ganas de charlar con aquella señora de rostro sincero; o echar una partida de cartas con aquel grupo de jubilados del fondo sur. Incluso leer qué escribe en un cuaderno de tapas oscuras aquel señor de la tercera fila, tumba 32, a mano izquierda.
Y es que en Shah-i-Zinda la eternidad, en compañía, se convierte en un viaje mucho menos solitario.
(La costumbre de poner fotos de los seres queridos en las tumbas uzbekas proviene de la época soviética. Poco a poco, el tamaño y el realismo de la foto impresa en lápidas de granito negro ha ido creciendo y creciendo, como símbolo del poderío económico de la familia del finado. Una tumba de tipo medio puede costar 3.000 dólares, una fortuna en Uzbekistán).
PD. Ya estoy de vuelta en Madrid. Pero me quedan tantas cosas en el tintero de un viaje como éste, que seguiré contando algunas.
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