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¿Quién teme a 'Sylvia'?

A los catorce años tuve pesadillas lujuriosas un curso entero a causa de unos seres invisibles. El padre jesuita que me atendía espiritualmente en el colegio de la Inmaculada de Alicante se había hecho un pequeño lío con el sexo de los ángeles -ese concepto lábil que tanta tinta ha hecho correr-, y me lo explicó mal, aumentando mi incertidumbre y levantando en el aún entonces indeciso mundo de mis deseos una curiosidad malsana. Yo había sufrido poco antes la operación de fimosis en el propio organismo genital, y a tales edades los chicos estamos a la que salta en materia de longitudes, grosores y prestaciones. ¿Cómo la tendrán los ángeles, ya que tanto se especula con su sexo?, me decía yo en la pila del baño. ¿Les dará su condición divina un formato distinto, más alado, una gran superficie, un tamaño infinito? El péndulo de Foucault. Los alcances de la vía urinaria. Sólo años después, leyendo en la carrera de Filosofía a San Ambrosio, que no da pruebas palpables de la existencia de dicho sexo angélico en sus escritos, entendí la naturaleza de la frase: no un refrán teológico, sino un mandamiento encubierto.

La Iglesia católica (aunque asimismo otras iglesias y religiones en las que tengo peor catequesis) nos prefiere, a los humanos, provistos de un sexo angelical. Es decir: indotados, inseminados sólo por el espíritu, inapetentes. Cuántas veces los jesuitas me desaconsejaron en la adolescencia el apetito carnal. Yo no comía apenas entonces, y era de complexión alfeñique; el pediatra me recetó, para darme hambre, aceite de hígado de bacalao, y el padre espiritual, un inhibidor de los malos pensamientos en forma de cilicio. El extracto del bacalao y los pinchos metálicos clavados en el muslo fueron de alguna forma complementarios, y al dejar el colegio ya comía bien, a dos carrillos, empezando a tener una inclinación al sobrepeso que nunca me ha dejado de atormentar.

El obispo Ricardo Blázquez, nuevo presidente de la Conferencia Episcopal, no es jesuita, sino más bien catecúmeno (de la rama kika), pero se nota que trae otro aire libidinal; a la vuelta de un reciente viaje pastoral dijo que a los homosexuales no hay que humillarles ni ridiculizarles, lo cual es un logro respecto a anteriores (des)calificaciones emitidas, entre otras eminencias, por monseñor Rouco Varela, la beata Ana Botella y la sagrada congregación del Poder Judicial (CGPJ), cuya mayoría conservadora hizo aquella inolvidable comparación entre las bodas gay y la unión entre un hombre y un animal (luego la retiraron de las actas, pero el símil seguirá siempre en nuestra memoria). Ahora bien, cuando en la misma circunstancia se le preguntó al presidente Blázquez su opinión sobre el recién aprobado proyecto de ley que regula los matrimonios homosexuales, la claridad de su rechazo al menosprecio de esos hombres y mujeres de distinta configuración amatoria se volvió oscura, ambrosiana. Dios, dijo el prelado, creó a hombres y mujeres (no a afeminados y viragos, es la sugerencia implícita), y el bendito encargo divino a los humanos fue "creced y multiplicaos", no "gozad y soltaros la melena". El ayuno.

Los jerarcas del catolicismo español vienen así a proponer un principio doctrinal casi revolucionario para sus cánones de los últimos siglos, extremados -si cabe- en la era Wojtyla: no hay que quemar ya a los hombres y a las mujeres que en vez de amarse heterogéneamente amen a los de su mismo sexo. No a la pira, pero sí a la abstinencia. Es un planteamiento ciertamente astuto en estos tiempos, y explica, a mi juicio, el hecho de que haya bastantes jóvenes de apariencia normal y hábitos modernos que adopten hoy esos criterios dogmáticos en su vida. La castidad extramatrimonial y extra-heterosexual se vende desde los púlpitos como un signo de independencia en un mundo de borregos lúbricos; como rasgo de valerosa resistencia a la grosera invasión de una sensualidad degradada por la facilidad. Rechazar la práctica sin orden ni norma de los deseos sexuales vendría a ser -según ese eslogan religioso que una parte de los parroquianos compra- tan elevado como negarse a ver Salsa Rosa o Crónicas marcianas; como preferir las películas de Lars von Trier a las de Santiago Segura; como leer sesudos libros de historia en vez de historietas descerebradas. Estamos, en suma, ante una elaborada y tendenciosa operación de desprestigio de lo natural (equiparándolo a lo animal), que se completa con el enaltecimiento de la que sería suprema virtud de los hombres y mujeres: la contención voluntaria -y por ello sacrificada, heroica- dentro de los límites de lo espiritual. Una espiritualidad, dice la Iglesia, trascendente y ultraterrenal, de valores infinitamente superiores a los que posee cualquier derecho humano reclamado en esta tierra.

Esta evidente falacia remite, aun revestida de oropeles virtuosos, al más intransigente y doctrinario totalitarismo. En primer lugar, se traza con mano de hierro una frontera entre natural y antinatural que los siglos y la voluntad de los hombres han demostrado engañosa y -con esfuerzo y represalias- van borrando. Seguidamente, se acota un territorio concupiscente sometido al sumo bien de la procreación, excluyendo del mismo toda lascivia improductiva o anormal. La Iglesia, sin embargo, sabe (pues la forman hombres) que el hombre (y menos, según ellos, la mujer) sufre angustias y desequilibrios por el ejercicio obligatorio de la castidad. Y aquí viene la solución a tan dura existencia auto-lacerante. Al militante cristiano, igual que al creyente del comunismo, se le conmina desde la jerarquía -en aras de una promesa de salvación de su alma o su conciencia- a esperar y sufrir. A reprimirse, trocando la materia corpórea de la que está hecha su naturaleza por un más allá sobrenatural.

El año pasado se estrenó en Londres la última y a mi modo de ver extraordinaria obra de Edward Albee, titulada La cabra, o ¿quién es Sylvia? Premiada en los Estados Unidos con el Tony al mejor texto teatral, este nuevo título del autor de piezas tan merecidamente famosas como Historia del zoo, Tres mujeres altas o ¿Quién teme a Virginia Woolf?, tuvo también en Inglaterra un gran éxito, que hace más extraña su ausencia de nuestras anglófilas carteleras (¿o le temen los empresarios al lobo de la Conferencia Episcopal?). En un registro de alta comedia siempre mantenida magistralmente al borde del disparate, La cabra desarrolla el repentino enamoramiento que Martin, célebre arquitecto de mediana edad felizmente casado, experimenta un día por una cabra encontrada en mitad de un paseo campestre. Consciente de la rareza de su relación erótica -correspondida- con Sylvia, nombre que le ha dado al rumiante hembra, Martin (que en Londres interpretaba el gran Jonathan Pryce) se confía a su mejor amigo, Ross, quien, horrorizado, no duda en contarle todo por carta a la esposa de Martin, Stevie. Las reacciones de Stevie y del hijo de ambos, Billy, un muchacho gay fuera del armario y plenamente aceptado por sus padres, forman el núcleo de la pieza, en la que Albee también se muestra sumamente hábil evitando que el espectador vea en Martin a un loco o a un pervertido; sus remordimientos de conciencia son más de adúltero que de zoófilo, y cuando habla de la belleza y cálido aliento de Sylvia lo hace con las palabras del enamorado genuino.

La comedia de Albee tiene un desenlace de tragedia que no conviene contar, pero antes de llegar a él hay dos escenas muy significativas. En una, Billy, el hijo gay igualmente escandalizado por el anómalo lío de su progenitor, besa a Martin para reconciliarse tras una agria pelea, y el beso filial acaba siendo sexual; su instinto homoerótico le puede (el padre es un hombre atractivo), y así lo entiende el propio Martin, quien a continuación refiere una historia aún más incorrecta oída en un gimnasio: la de un padre involuntariamente excitado por las caricias inocentes a su bebé, que sostenía entre pañales en su regazo. ¿Bestialidad? De eso le acusa la mujer, Stevie, en una escena anterior, y no tanto por tener de amante a una cabra bien parecida, sino porque Martin se revela incapaz de dominar racionalmente (¿espiritualmente?) el natural impulso irresistible que le despierta Sylvia.

Confieso aquí que la desdichada comparación animalística de los magistrados del CGPJ a propósito de las uniones gay me pareció en su día, al margen del intolerable prurito ofensivo, tan sugerente como la lectura entre líneas de la comedia de Albee. Piropear a una novia-cabra es cómico (¿no nos hizo ya reír Woody Allen con su doctor enamorado de una oveja a la que regalaba collares de perlas en Todo lo que siempre quiso saber sobre el sexo y nunca se atrevió a preguntar?), pero lo que el personaje de Martin esboza seriamente, sin tesis ni discursos, es el horizonte de lo ilimitado. El arte, la ordenación jurídica, los sistemas políticos y por supuesto las relaciones amorosas deben su progreso, sus rupturas enriquecedoras, sus conquistas expresivas, la ganancia de sus libertades, al experimento y la extra-limitación. Por el contrario, las nomenklaturas de todas las iglesias, tanto teocráticas como laicas, son reacias a salirse de madre, incluso de la célula madre; prometen futuros angelicales mientras niegan derechos que el individuo quiere presentes: el derecho a irse de un país o de la propia vida insostenible, el derecho a no traer al mundo criaturas indeseadas, el derecho a acostarse y, si se desea, casarse con cualquier hijo de vecino. O también, en la variedad está el gusto, liarse con un cuadrúpedo que sea mayor de edad y consienta.

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