¿Educamos para fortalecer la democracia y el bien común?
Los planes de estudios parecen un repositorio infinito donde añadimos materias y conocimientos de forma incansable
¿Desafección política? ¿Auge de actitudes intolerantes? ¿Crecimiento de populismos y neofascismos? ¿Crisis de la democracia? ¿Individualismo? ¿Desinformación? ¿Falta de valores éticos colectivos y de compromiso social? ¿Pobrezas y desigualdades a escala global? Son solo algunos de los retos a los que nos enfrentamos como sociedad. Problemas complejos que, sin duda, precisan de la reflexión y la acción común. También desde el mundo educativo, para poder construir sociedades tolerantes, ciudadanas comprometidas y empoderadas, jóvenes críticos. Sin todo ello fracasaremos y ninguna democracia será estable.
En su libro Sin ánimo de lucro. Porqué la democracia necesita a las humanidades, Martha Nussbaum desgrana excelentemente, a mi parecer, las principales aptitudes que deben atesorar los ciudadanos en una democracia avanzada. Nussbaum habla de las capacidades de reflexionar sobre cuestiones políticas, reconocer a los otros ciudadanos como personas con los mismos derechos, preocuparse por la vida de los otros, imaginar bien una serie de cuestiones complejas (infancia, adolescencia, relaciones familiares, enfermedad, muerte…), juzgar críticamente los líderes políticos (con realismo), pensar en el bien común y ver el propio país como parte de un orden mundial complejo que requiere de una deliberación transnacional inteligente.
La educación va mucho más allá de las paredes de las escuelas, los institutos y las facultades. Familias y sociedad juegan por supuesto un rol principal: educación familiar, educación no formal e informal, actividades culturales, medios de comunicación y redes sociales. Pero escuelas, institutos y facultades acogen una responsabilidad fundamental que, deliberadamente o no, creo que estamos descuidando en demasía.
Hablamos sin cesar de transitar de los conocimientos a las competencias. Y, al mismo tiempo, de que la escuela debe ser la cuna de la democracia y la vida en común. Sin embargo, ¿estamos educando en competencias estrechamente vinculadas al compromiso social, los valores éticos y los derechos humanos? ¿En el respeto al medio ambiente, la justicia global y los Objetivos de Desarrollo Sostenible? ¿En la participación social y política activa en una democracia avanzada y en el respeto a las minorías? Creo que nuestro sistema educativo necesita mejorar substancialmente.
Los planes de estudios parecen un repositorio infinito donde añadimos materias y conocimientos de forma incansable. Pero la educación política y social brilla muy a menudo por su ausencia, fruto con mucha frecuencia de voluntarismos bienintencionados pero limitados. O de actividades extraordinarias y no nucleares de la acción formativa institucional. Asimismo, en ocasiones es el propio centro docente y sus profesionales los que evitan desarrollan estas competencias por miedo a no ser acusados de adoctrinamiento.
El reto es inmenso y por supuesto no sirven recetarios simples ni decretos estériles desde las instancias oficiales. Tampoco se trata de añadir tal o cual asignatura, como muchas veces se ha pretendido en nuestro país. La cuestión significativa es la de repensar los objetivos y prioridades sociales de la educación en sus diversas etapas. Educar ciudadanos críticos, tolerantes y comprometidos a escala local y global. Crear sentimiento de pertenencia y de comunidad, para poder trabajar el bien común y fortalecer una democracia avanzada que no deje a nadie atrás.
Para todo ello, como sabemos, el conocimiento también debe incluir habilidades, actitudes y valores. Experiencias prácticas, emociones, trabajo comunitario. Como muy bien define Josep M. Puig Rovira en su reciente libro Pedagogía de la acción común “la educación democrática ―y por supuesto la educación en valores y para la ciudadanía― debe incorporar en todos sus niveles y momentos el dinamismo pedagógico de la acción común; debe hacerlo si desea comprometerse en la construcción de una alternativa a una forma de vida insostenible. Abandonar el modelo del Homo oeconomicus y colocar en su lugar el Homo cooperans que tendremos que aprender a imaginar y construir”.
Estudios recientes nos muestran la robustez de propuestas pedagógicas como el aprendizaje-servicio, los órganos o consejos de participación infantil y de adolescentes, el voluntariado, las actividades del ocio educativo o la práctica deportiva que trabaja valores y actitudes. Las evidencias muestran, en este sentido, que las experiencias participativas en la infancia inciden positivamente en la formación de los futuros ciudadanos. Tratando a los jóvenes como ciudadanos de pleno derecho y con plenas capacidades. Brindándoles experiencias educativas que los empoderen y les permitan construir un futuro colectivo para el que valga la pena vivir. Hagámoslo posible, también desde el sistema educativo.
Josep M. Vilalta es secretario ejecutivo de la Asociación Catalana de Universidades Públicas
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