Energía, campo y ciudad
Hay que revertir los beneficios del despliegue renovable a las localidades rurales que lo pueden albergar
El mercado eléctrico regulado es un buen ejemplo del alto coste socioeconómico de un mal diseño institucional. Estamos ante un deficiente sistema de incentivos que, en vez de amortiguar los efectos de un shock externo, en este caso el excesivo precio del gas, lo ha ido multiplicando y diseminando por toda la economía, en forma de espiral inflacionista.
El modelo de fijación de precios del mercado eléctrico regulado fue diseñado para concentrar las ganancias del mismo en aquellas fuentes de menor coste. Los llamados “beneficios caídos del cielo” debían de ser el mejor incentivo para promover el rápido desarrollo de las energías renovables tradicionales, la fotovoltaica y eólica terrestre. Tras una drástica reducción de sus costes de implementación en el último decenio, cerca de un 90% y un 60% respectivamente, se pueden desplegar sin ayuda pública alguna. Pero necesitando de amplias superficies, casi dos hectáreas por megavatio de fotovoltaica, sin generar demasiado empleo tras la construcción, concretamente menos de 0,05 empleos por hectárea ocupada.
En resumen, hoy sufriríamos precios altos, de transición energética, pero con la esperanza de que seríamos recompensados con un mundo mejor, una arcadia de feacios felices en todas sus acepciones. De este modo, no solo nos protegeríamos de las veleidades futuras en los precios de las energías fósiles, sino que nos permitiría un avance significativo en la descarbonización y la lucha contra el cambio climático, como recientemente nos recordó la ONU, a la vez que dejaríamos de financiar regímenes autócratas, como nos apremia la Comisión Europea respecto a nuestro agresivo vecino del este.
Además, la energía eléctrica renovable abundante y barata es condición necesaria ineludible para que nuestro país pueda aprovechar oportunidades más crematísticas. Como los procesos de reshoring o nearshoring, con los que occidente pretende minimizar disrupciones en las cadenas de aprovisionamiento, o el impulso europeo en industrias como la defensa o los semiconductores. Conviene recordar que la industria actual, en su versión 4.0, digitalizada y robotizada, es electro-intensiva.
Pero este relato exige, como supuesto de partida, que no haya cuellos de botella que ralenticen el despliegue de las renovables. Nada más lejos de la realidad. En primer lugar, tenemos los límites de tramitación de la burocracia pública, desde la local a la general del estado, en cuyas estancias se suelen demorar las autorizaciones de las renovables. En segundo lugar, disponemos de una restringida y muy especulativa capacidad de desagüe de la red eléctrica española, diseñada para llevar electricidad a las principales poblaciones y centros productivos, donde escasea el suelo, y no para facilitar la actual transición energética, mediante la generación de renovables en zonas despobladas, donde el terreno es abundante y barato.
Ampliar ambos embudos debe ser la lógica prioridad nacional. Pero hay que tener en cuenta que las ganancias de esta transición se reparten con una singular asimetría geográfica. Concretamente, serán los grandes centros consumidores y productores los que concentrarán los mayores beneficios, incluidos los indirectos, como el efecto sede de las grandes empresas energéticas o la mayor financiación autonómica proveniente de los impuestos cedidos del consumo energético, IVA al 50% y el Especial al 100%. Mientras, las potenciales externalidades negativas del despliegue se localizarán en el medio rural y en regiones de menor renta relativa.
Respecto a estas externalidades, hubo un tiempo en el que los paneles solares y los aerogeneradores fueron considerados un elemento de modernidad en el paisaje. Buen ejemplo de ello es el glamuroso y romántico paseo entre los primeros, de Uma Thurman y Ethan Hawke, en la distópica Gattaca. Pero ahora provocan un creciente sentimiento de repudio, mientras se cuestionan sus limitados beneficios locales, más aún, si los alquileres por ubicación de las plantas acaban en foráneos, de nuevo residentes en las grandes urbes.
Para resolver esta asimetría, debemos promover unas nuevas reglas de reparto, de forma que una parte mayor de los beneficios privados y públicos, especialmente los fiscales, se dirija a las comunidades locales y regiones en las que las plantas se ubiquen. Un modelo de mayores medidas compensatorias, que favorezca el desarrollo rural y que evite paradojas difíciles de aceptar, como que haya pueblos, en las proximidades de las plantas, que sufran frecuentes microcortes eléctricos.
Tras definir unas normas de reparto territorialmente más equilibradas, se debería proceder al rápido despliegue de nuevos ramales de la red eléctrica de alta tensión, y de sus correspondientes subestaciones, que se dirijan a las áreas más despobladas, y de menor impacto ambiental potencial, lógicamente fuera de la Red Natura 2000. Inversión, de nuevo, libre de recursos públicos, ya que se financiaría respaldada por los futuros peajes provenientes de la energía eléctrica generada. Ello obligaría a cambios regulatorios, como los promovidos por el gobierno alemán, en el que recordemos se incluye el Partido de los Verdes, buscando minimizar el tiempo tramitación de nuevos ramales de la red eléctrica y las posteriores plantas.
Mientras procrastinamos su urgente expansión, evitando el enésimo conflicto cultural campo-ciudad, acabaremos gastando fondos públicos en promover fuentes renovables actualmente no competitivas, todavía inmaduras, como la eólica y fotovoltaica flotante, la primera en el mar y la segunda en pantanos, o el hidrógeno verde. Obviando que las dos primeras tendrán problemas similares en su despliegue futuro, o que las esperanzas depositadas en el hidrógeno verde nunca se materializarán sin un abundante desarrollo previo de la fotovoltaica y la eólica terrestre.
Mención aparte merece el, a priori, muy loable empleo de dinero público para subvencionar el autoconsumo en viviendas y comunidades energéticas, aunque sea una política económicamente ineficiente y regresiva fiscalmente. Ineficiente ya que esa producción siempre será más cara, entre un 100% y un 300%, que la que obtendríamos en las grandes plantas sin gastar recursos públicos e incluyendo los peajes de la red eléctrica. Y regresiva ya que estas ayudas se concentrarán en economías domésticas con viviendas y rentas superiores a la media, es decir, con los recursos de espacio y financieros necesarios para su despliegue. Tras el cual, al ser más autosuficientes, reducirán su contribución, mediante la factura eléctrica, tanto al sostenimiento de la red, como de nuestro estado del bienestar.
Revertir la hemorragia económica actual exige cambios expeditivos en la política energética sobre las renovables, apostando sin reservas por las tecnologías maduras, desde una óptica socialmente inclusiva y sobre la base de una nueva alianza entre el mundo rural y el urbano.
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