Asegurarse de que esta vez será diferente
Hay que diseñar cuanto antes un programa de crecimiento y de reformas y ponerle un calendario creíble
Carmen Reinhart y Kenneth Rogoff escribieron un libro de 512 páginas para demostrar que antes del estallido de cada una de las crisis financieras de los últimos ochocientos años, los expertos habían avisado de que no había que preocuparse porque “esta vez, todo era diferente”. La forma más útil de leer el libro es como un viaje por la arrogancia humana y por la irresistible tentación de pensar que tenemos todo bajo control. Pero quizás lo más sorprendente sea que muchos de los argumentos que se esgrimieron para sostener que “esta vez era diferente” no eran puras locuras. Tenían su lógica, lo que no impidió que ocurriese algo inesperado que convirtió al sistema en inestable.
La pandemia ha generado un espectacular crecimiento de los niveles de endeudamiento públicos y privados en todo el mundo. Según el último Fiscal Monitor del FMI, el nivel de deuda pública neta de los países del G-20 ha crecido en tan solo un año 20 puntos del PIB y se situará a final de 2020 en un 104%. En los países emergentes el porcentaje se estima que promediará un 50%. Nada hay que objetar —¡todo lo contrario!— a que los Gobiernos hayan respondido con firmeza protegiendo con transferencias y subsidios las rentas, el empleo y las empresas de sus economías. Era lo que había que hacer y lo que hay que seguir haciendo. La historia también nos ha enseñado que, contrariamente a lo que ocurre con las guerras, tras las pandemias los tipos de interés reales permanecen deprimidos durante años, lo que mejora la sostenibilidad del servicio de la deuda. Por otra parte, las políticas monetarias expansivas de los bancos centrales es más que probable que se mantengan mientras no haya en el horizonte el riesgo de un retorno de la inflación, algo que hoy por hoy, parece distante.
Pese a todo, pensar que siempre que se emita en moneda nacional y que haya exceso de capacidad la deuda puede seguir aumentando sin causar efectos indeseados sobre el crecimiento o la desigualdad puede convertirse en el arrogante error de nuestra generación.
En economía —en la vida— no hay nada gratis. La deuda de unos son los activos de otros, y nadie puede escapar para siempre de la restricción presupuestaria. Los inversores solo comprarán más títulos de deuda si están convencidos de que los Gobiernos pueden pagar los intereses de los títulos emitidos y, eventualmente, financiar con sus impuestos futuros la deuda que vence. Quienes hemos padecido las crisis financieras de los países emergentes sabemos lo rápido que puede perderse la confianza del mercado y lo costosos que pueden ser los sudden stops. Mientras el BCE esté soportando el mercado —y sabemos que lo estará hasta al menos 2023— y la UE esté comprometida con la reconstrucción europea, ese momento parece remoto. Pero, como en El Padrino, algún día llegará el momento en el que alguien nos pedirá que hagamos algo por nosotros mismos, y reconstruyamos la capacidad de respuesta a otros shocks distintos a la pandemia.
Aunque todos los países estemos sufriendo las consecuencias del virus, es evidente que los impactos son distintos. También lo será la recuperación. Algunos países —previsiblemente los que, como Alemania y algunos otros del norte, entraron con mayores espacios fiscales y, por tanto, con mayor capacidad de respuesta— se recuperarán antes, y en Europa volveremos a ver una recuperación asimétrica que hará política y económicamente más difícil mantener el consenso sobre la sostenibilidad fiscal, monetaria y de mercado interior tan extraordinarias como las que hoy nos protegen.
Ha ocurrido siempre en todas las crisis anteriores, y esta vez tampoco será diferente. Anticiparse a ese momento debería de ser una de las prioridades de nuestra política económica, porque sin cambiar nada de lo que hoy tenemos será difícil pasar ese test de credibilidad. Desde hace una década, arrastramos un abultado déficit estructural y no hemos sido capaces de generar el superávit primario que necesitaremos para reducir significativamente el nivel de deuda. Es más, nuestra provisión de bienes públicos —educación, sanidad, innovación— y la demanda social de redistribución no se compadecen de la insuficiencia, equidad o eficiencia de nuestro sistema impositivo.
Diseñar cuanto antes ese programa de crecimiento y reformas, pactarlo, ponerle un calendario creíble y que responda a nuestras necesidades, y darle viabilidad política es la mejor forma de asegurarse que esta vez sí, las cosas pueden ser diferentes.
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