Salario mínimo y cohesión social
El SMI no es solo un asunto de oferta y demanda, es también una cuestión de justicia y dignidad
El salario mínimo fue una respuesta de los Gobiernos para proteger a los trabajadores de los sueldos de miseria. Fue adoptado por los países que establecieron las primeras leyes de protección social como Nueva Zelanda (1894) y Reino Unido (1909). Estados Unidos lo aprobó en 1938 y España en 1963. El propósito era evitar la explotación de los más vulnerables.
La propuesta del Gobierno pactada con Podemos, de subir el salario mínimo para el próximo año a 900 euros por 14 pagas, lo que supone una subida del 22,3%, ha provocado una fuerte polémica. La principal objeción es que puede perjudicar el empleo si no se corresponde con ganancias de productividad. Se trata de una vieja discusión que existe desde el origen de estas medidas por la oposición de las organizaciones empresariales. Existen centenares de estudios académicos sobre la materia pero sin conclusiones definitivas.
El debate se ha encendido por las advertencias del gobernador del Banco de España, Pablo Hernández de Cos, que manifestó en el Congreso que la medida puede costar una pérdida del 0,8% del empleo total, es decir, unos 156.000 trabajadores. Sorprende una posición tan categórica en un asunto en el que esta institución siempre ha sido muy prudente. En un reciente trabajo sobre el tema, recogido en el Boletín Económico 1 /2017, afirma: “La evidencia empírica disponible sobre los efectos de subidas del SMI (salario mínimo interprofesional) no es concluyente, encontrándose una elevada variedad de resultados, si bien, en general tiende a identificarse que el aumento del salario mínimo tiene un efecto negativo —aunque reducido— sobre el empleo”.
Sobre la variedad de resultados hay experiencias para todos los gustos. En 1992, por ejemplo, New Jersey aumentó el salario mínimo un 19% mientras que la vecina Pensilvania no lo varió. Un año después los empleados de la restauración rápida, con salarios próximos al mínimo, habían disminuido un 9% en Pensilvania y aumentado un 3% en New Jersey.
En Estados Unidos en 2014, un colectivo de 75 economistas entre los que figuraban siete premios Nobel, (Stiglitz, Arrow, Maskin, Diamond, Solow, Spence y Schelling) escribió al presidente Obama apoyando la subida del salario mínimo porque “beneficiaría la economía en su conjunto”, “estimulando el poder de compra y aumentando el consumo”.
En España es también una cuestión de justicia y dignidad. Hay que resarcir a los trabajadores que han perdido un 30% de su poder adquisitivo con la crisis. Como señaló el presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, que propone un salario mínimo europeo, “en Europa hay un umbral de dignidad que hay que respetar”.
Esto no exclusivamente un asunto de oferta y demanda. De ser así, bajando los salarios sin límite se resolvería el problema del paro. Resultaría una injusticia mayor hacer depender el nivel de empleo del mantenimiento de salarios degradantes para jóvenes y los trabajadores más mayores. Lo que está en juego es la cohesión social que es un bien superior.
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