Por qué los muy ricos progresan y los demás no
Una nueva aristocracia del dinero ha dejado en la cuneta a los que han quedado atrás
Los aniversarios son útiles para hacer balance de eventos críticos del pasado y extraer lecciones para el presente. Ahora se cumple el décimo aniversario del punto de ignición de la gran crisis de 2008: la quiebra de Lehman Brothers. Fue la mayor crisis financiera de la historia, incluida la Gran Depresión. La singularidad de esta crisis respecto a aquella otra fue la sincronización con que avanzó a nivel global y la rapidez e intensidad con que impactó en el comercio mundial y en la actividad y el empleo de las economías nacionales.
Los balances intentarán hacer ver que hemos aprendido y que se ha hecho lo necesario para evitar una crisis similar. Mi opinión es que se ha aprendido poco, y que se ha hecho aún menos. Con la perspectiva de estos diez años se puede afirmar que los gobiernos y las élites financieras lo que han pretendido con los rescates y pequeños retoques es volver al mundo anterior a 2008. No han comprendido que esta crisis ha sido el anuncio del fin de un modelo económico, político y social que ha llegado a su agotamiento.
La evidencia de que es así es que los impactos de la crisis han ido de la economía a la política y más allá. El descontento social no es sólo por la crisis financiera y económica, sino una reacción contra la hegemonía de unas élites que han roto el contrato social que sostuvo la economía social de mercado y el Estado social de la posguerra. Ese descontento ha traído, como ocurrió en los años veinte y treinta del siglo pasado, una ola global de populismo político nacionalista. La raíz profunda de este descontento con el modelo económico que emergió en los años 1970 es el hecho de que la prosperidad económica ha aumentado de forma espectacular pero el bienestar de la mayoría no.
No creo que sea necesario pararse a dar noticia del aumento de la desigualdad. La evidencia es apabullante. Ha habido crecimiento, pero ha beneficiado sólo a unos pocos. El 1% de los muy ricos es un colectivo formado en buena parte por altos directivos de las grandes corporaciones y fondos de inversión. Son una nueva aristocracia del dinero que ha sustituido a la vieja aristocracia de la tierra del “ancien régime”, pero sin el sentido de que “nobleza obliga”. Una nueva aristocracia cosmopolita y apátrida que ha roto el contrato con los que se han quedado atrás, tirados en la cuneta, sin empleo, ingresos ni expectativas.
¿Qué es lo que está haciendo que el progreso económico se esté concentrando en un puñado de gente muy rica? Los sospechosos habituales son la globalización y el cambio tecnológico. Es cuestionable. Hay países sometidos a la globalización y al cambio técnico en los que la desigualdad no ha aumentado o incluso se ha reducido. Hay que buscar otras explicaciones.
La primera es lo ocurrido con los impuestos. El contrato social de posguerra consistía en que los más beneficiados con la economía de mercado se comprometían a pagar impuestos para financiar un nuevo Estado social que evitase que a los que les iba peor con ese modelo económico se quedasen atrás. Pero a partir de los años ochenta las sucesivas reformas fiscales han ido orientadas a aliviar el compromiso fiscal de los más ricos. El efecto ha sido el aumento de la desigualdad.
Pero hay otra fuente más poderosa de la desigualdad que hasta ahora ha permanecido olvidada. Es lo que está ocurriendo con la competencia en los mercados y con la distribución de rentas en el seno de las empresas.
Hay dos rasgos que definen bien la economía actual. Por un lado, la investigación microeconómica ha puesto de manifiesto el intenso proceso de concentración en un puñado de grandes corporaciones que dominan un buen número de industrias (“monopsonio”, en la jerga de economistas). Por otro, los macroeconomistas señalan que lo que define la economía actual es la combinación de bajo nivel de inversión, inflación, salarios y productividad. Sucede que los economistas se agrupan en tribus, con pocas o nulas relaciones entre ellas. Esto hace que los micro y los macroeconomistas no pongan en común sus hallazgos. Si lo hiciesen, se vería que el mal comportamiento de la economía tiene mucho que ver con la concentración empresarial.
Por su parte, los bancos centrales y los gobiernos están desconcertados porque la recuperación de las economías no ha traído aumento de salarios y del bienestar social. Pero hasta ahora se han obsesionado con una única causa: las llamadas rigideces del mercado de trabajo.
Pero algo está comenzando a cambiar. En la reunión de gobernadores de bancos centrales que tiene lugar todos los años en agosto en Jackson Hole (Virginia, EE UU), la de este año ha traído una novedad. Por primera vez, en la agenda de la reunión se prestó atención a la concentración empresarial como responsable de los bajos salarios y la desigualdad.
Pero hay que ir más allá de la competencia. Hay que poner atención también en el comportamiento de los altos directivos de la empresa corporación. No han aprovechado los elevados beneficios que trae la concentración para aumentar la inversión y los salarios. Por el contrario, los han utilizado para recomprar acciones de sus empresas. El resultado ha sido, por un lado, devolver grandes cantidades de dinero a los accionistas y, por otro, aumentar la cotización de las acciones. En la medida en que la mayor parte de su retribución viene de opciones sobre las acciones de sus compañías, esta política de recompra de acciones los ha hecho también a ellos muy ricos y ha orientado su gestión al corto plazo.
La concentración empresarial y estas conductas directivas están en la raíz del estancamiento de los salarios y la concentración de las rentas del mercado en un reducido número de personas muy ricas.
Según un conocido aserto de Charles Dickens, la historia no se repite pero rima. La situación actual rima mucho con las décadas anteriores a la Primera Guerra Mundial. También en aquella ocasión los monopolios y los comportamientos cortoplacistas dominaron la economía. Y, como ahora, el populismo político nacionalista y xenófobo fue una respuesta al progreso de unos pocos y al empobrecimiento de los demás.