El difícil equilibrio entre obligar e incentivar la rehabilitación de edificios
¿Qué pasaría si se obligase, como en los coches, a no poder usar viviendas con las clases energéticas menos eficientes a partir de una fecha determinada?
A comienzos del mes de marzo Barcelona anunció que a partir de 2019 no podrán circular, de lunes a viernes, por la ciudad y su área metropolitana los vehículos con más de 20 años de antigüedad, una medida que se implanta para alcanzar el objetivo de reducir un 30% las emisiones asociadas al tráfico en los próximos 15 años, para cumplir con los niveles de contaminación recomendados en la Organización Mundial de la Salud y para evitar muertes prematuras, mejorando la calidad de vida en la ciudad de Barcelona y en los más de 40 municipios que conforman su área metropolitana.
Como medida más novedosa introduce que los residentes en el área metropolitana que den de baja un vehículo de este tipo, tendrán una tarjeta de transporte público gratuita, la llamada tarjeta verde metropolitana, que tendrá una vigencia de tres años siempre que en ese tiempo la persona no adquiera un nuevo vehículo.
Nos ha llamado la atención esta medida aprobada para reducir las emisiones en el área metropolitana de Barcelona, probablemente gran responsable de los más de 25 toneladas de CO2 que se emitieron en toda la provincia en 2014 (el 57,3% de todas las emisiones de Cataluña). Analicemos qué consecuencias tendrá esta medida. Habrá personas que a raíz de esta medida puedan y decidan adquirir un vehículo nuevo, lo que generará actividad y crecimiento en un sector, el del automóvil, que también ha sido incentivado y apoyado en estos últimos años con sucesivos planes PIVE y que tiene un importante peso en el PIB del país. Por otro lado, habrá personas que puedan optar por adherirse a la tarjeta verde de transporte porque con ella puedan satisfacer sus necesidades de movilidad, tanto la obligada (para ir a su centro de trabajo o de estudio), como la de ocio. Finalmente, habrá quién no tenga capacidad económica para comprar un vehículo nuevo y, a la vez, tampoco vea cubiertas sus necesidades de movilidad con la tarjeta verde de transporte, porque el transporte público no pueda competir en tiempos, de forma razonable, con el servicio que les daba su “viejo y contaminante” coche. En este último grupo de población la medida tendrá un coste social y por ello probablemente determinadas personas piensen que es una medida muy drástica e inaceptable, a pesar de saber que se hace por un bien común como es mejorar la calidad ambiental de las ciudades y proteger la salud de las personas, y a pesar de reconocer que contribuye a la creación de empleo y al desarrollo del sector del automóvil, el cual, claro está, se está frotando las manos ante el innegable aumento de sus ventas asociado a la medida.
Pensemos qué pasaría ahora si se decidiese aplicar una medida similar en el sector de la edificación. Por ejemplo, que las viviendas clase F o G estuvieran obligadas a rehabilitar para mejorar al menos 2 clases energéticas y se pusiera un fecha tope, a partir de la cual, por ejemplo, se les aplicara un impuesto adicional en el consumo de energía doméstica, o incluso una medida más radical, análoga a la de los coches, consistente en no poder usar la calefacción o aire acondicionado de lunes a viernes.
Empecemos por analizar el impacto medioambiental del parque residencial, responsable del 66% de las emisiones de GEI de todo el sector edificatorio. Pues bien, solo se han establecido hasta la fecha, obligaciones de actuación para garantizar la seguridad estructural del edificio, mediante herramientas como la ITE o el Informe de Evaluación de los Edificios, que obligan a los propietarios a realizar mejoras para evitar, literalmente, que se derrumben los edificios, o se puedan causar daños sobre ocupantes o terceros. Pero si volvemos al tema de las emisiones, ante el que no se han establecido obligaciones al propietario de los edificios contaminantes, ¿qué pasaría si se obligase a no poder usar viviendas con las clases energéticas menos eficientes a partir de una fecha determinada?
Pues analicémoslo: Parte de la población cumpliría con la obligación y comenzarían a rehabilitar sus edificios para llegar a la clase energética indicada en la normativa. Llegada la fecha, podrían seguir haciendo uso de la energía, es más, al reducir su demanda de energía reducirían también su factura, mejorarían su bienestar y calidad de vida (con el consiguiente impacto en la salud que ello implica) y comenzarían a ahorrar, contribuyendo también a la mejora de la calidad ambiental de la ciudad e indirectamente, a movilizar el sector de la rehabilitación. Ahora bien, tendríamos otro sector de población que no cumpliría, quizás por no poder asumirlo económicamente, y que al llegar la fecha de aplicación de la medida tendría que asumir que no se le suministra, aunque quizás algunos de ellos tampoco podrían pagarla. Y deberían estar en su vivienda sin poder acceder a las condiciones adecuadas de uso, y por tanto incidiendo negativamente en su salud y calidad de vida. Esto es la prueba de que esta medida, como la que han aprobado en el caso de los coches, también tendrían consecuencias negativas, traducidas en un coste social y en términos de salud para una parte de la población. Pero también es cierto que proporcionaría beneficios ambientales, al reducir de manera ostensible el consumo de energía de los hogares de viviendas más ineficientes.
Nos preguntamos entonces, ¿Son adecuadas las medidas coercitivas? ¿Hasta qué punto se puede obligar/prohibir? ¿Hacia dónde debe avanzar el legislador?
En este punto nos detenemos para analizar cómo se está actuando en dos sectores difusos como el del transporte y la edificación, con similitudes, pero también con importantes diferencias. Ambos son generadores de emisiones e influyen en el problema global del cambio climático. Quizás la diferencia principal en el ámbito de las ciudades resida en el tipo de contaminantes atmosféricos asociados a uno y otro sector, pero en tratamiento más global, ambos son parte del problema. Viéndolo en positivo, si se reduce su impacto (las emisiones de gases de efecto invernadero) y se mejora su eficiencia energética, ambos contribuyen al cumplimiento de objetivos ambientales y a la lucha contra el cambio climático.
Sin embargo, tienen un tratamiento muy diferente desde la administración a la hora de incentivar las mejoras o adoptar medidas. Y todo ello a pesar de que, en un alto porcentaje de la población, el coche sirve únicamente (y no es poco) para facilitar la vida, ahorrar tiempo, facilitar la autonomía y ganar comodidad. Nadie va a enfermar por no tener un coche, quizás podrá ver mermadas sus oportunidades de acceso laboral en casos concretos, pero nadie ve mermada su salud si no tiene coche. Sin embargo, con la vivienda no hay margen, es el lugar que debe garantizar la protección de nuestra familia y de nuestra salud, es un derecho fundamental y todo el mundo debería disponer de ella, en unas condiciones adecuadas para garantizar su confort, seguridad y salud.
Pero la realidad es que la mayor parte de las viviendas en las que habitamos necesitan consumir mucha más energía de la necesaria si tuvieran un nivel de eficiencia energética aceptable. Y esta circunstancia está generando costes económicos, impactos ambientales y consecuencias sociales para nuestra sociedad, muy superiores a lo que sería aceptable.
La medida que se aplicará en Barcelona y su área metropolitana impedirá que se circule con coches antiguos, ineficientes y muy contaminantes, algo que beneficia a todos, es indiscutible. Pero por otro lado, no parece que esa misma Administración que vela por la salud de sus ciudadanos con medidas como la descrita, tenga previstas medidas similares en otros sectores igual o más contaminantes. Y ante esto nos planteamos ¿por qué SÍ podemos seguir viviendo en casas antiguas, ineficientes y contaminantes? ¿Por qué las Administraciones no lanzan campañas de concienciación sobre el problema de la mala calidad de vivienda del parque existente y cómo puede mejorar la calidad de vida y la salud a través de actuaciones enfocadas a la eficiencia energética? ¿Hasta qué punto debería obligarse a las personas a mejorar la eficiencia energética de sus viviendas? Y ligado con esto último ¿Debe ser el que te obliga a actuar drásticamente el mismo que te acompaña y ayuda en el proceso de adaptación’
Son preguntas que nos deben hacer reflexionar sobre el intervencionismo del legislador en aras de un bien común, y que quizás sea necesario para movilizar a una población que duda o está desinformada. Pero ello no debe acabar generando discriminación positiva en ningún caso, como parece que pueda pasar aquí con el sector productivo del automóvil. Abramos pues el abanico a más sectores con una influencia medioambiental y en salud análogas.
Albert Grau, gerente de la Fundación La Casa que Ahorra
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