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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

30 años en la UE, una visión desde la historia económica

Se necesita introducir competencia en los mercados de productos y factores

Cuando se cumplen 30 años de la firma de los acuerdos de acceso de España a la Unión Europea, la economía española comienza a salir de la Gran Recesión. Ésta ha supuesto una contracción del PIB real por habitante en un 10% entre el año previo a la crisis, 2007, y el año en que tocó fondo, 2013. Una caída de esta magnitud sólo es comparable en el último siglo y medio —si se exceptúa la Guerra Civil (1936-1939)— a la ocurrida durante la Gran Depresión (un 9% entre 1929 y 1935). Mientras, la desigualdad de la distribución personal de la renta aumentaba en cinco puntos en el índice de Gini (de 30 a 35, rango en el que España ha oscilado durante los últimos 50 años), un nivel comparativamente moderado pero asociado al fuerte incremento del desempleo. El resultado conjunto ha sido una significativa contracción del bienestar.

La Gran Recesión interrumpió un crecimiento sustancial y sostenido del PIB que habría permitido elevar el ingreso por habitante en un 87% entre 1986 y 2007, y situar el nivel de la renta per capita española (en términos de poder adquisitivo) por encima del 90% de la de Francia o Reino Unido. La sensible contracción posterior, absoluta y relativa, del PIB por habitante proporciona una oportunidad para examinar lo ocurrido en España durante las tres últimas décadas.

Los éxitos del período 1986-2007 fueron celebrados por los distintos Gobiernos, sin distinción de ideología. Las limitaciones, sin embargo, fueron, en gran medida, pasadas por alto. Un balance de los logros y debilidades de ese progreso, que permita comprender el alcance de la Gran Recesión en España y aventurar cómo conseguir la recuperación, requiere una visión de largo plazo.

Desde el punto de vista del bienestar material de los individuos, la clave radica en el PIB por habitante. Este creció por encima de un 5% anual en las dos décadas anteriores a 1974 y, tras contraerse el ritmo de crecimiento a una tercera parte entre 1975 y 1986, volvió a acelerarse hasta 2007, alcanzando una velocidad de crucero del 3%.

El PIB per capita puede descomponerse en el PIB por hora trabajada y el número de horas trabajadas por persona. Esta sencilla operación permite poner de relieve que, a partir de 1975, el ritmo de expansión del PIB por habitante dejó de reflejar el de la productividad laboral. Así, en los últimos 40 años, las fases de aceleración y desaceleración del PIB por habitante son inversas a las de la productividad laboral. En los años de transición a la democracia (1975-1985), por ejemplo, se desaceleró el crecimiento del PIB per capita mientras se mantuvo, y aún aumentó, el de la productividad del trabajo. De este modo, el incremento de la productividad laboral compensó más que proporcionalmente la caída del empleo. Esta situación se ha vuelto a producir durante la Gran Recesión, si bien, en esta ocasión, el incremento de productividad del trabajo no ha logrado compensar el aumento del desempleo. En los años 1986-2007, por el contrario, tras el potente avance del PIB por habitante se encontraba un aumento sustancial del número de horas trabajadas por persona, pero un débil crecimiento de la productividad laboral. Esta relación inversa entre la aceleración del PIB por habitante y la de la productividad pone de relieve que, durante 1986-2007, los sectores que se expandieron y crearon nuevo empleo (servicios y construcción) no fueron aquellos que experimentaban innovación tecnológica y atraían inversión.

Más relevante aún resulta averiguar que subyace tras la evolución de la productividad laboral. Ésta depende de la dotación de capital por hora trabajada en un sentido amplio, que incluye no sólo capital tangible —infraestructuras, maquinaria, material de transporte— sino también capital humano —habilidades de la mano de obra— y capital intangible —tecnología de la información, productos de la propiedad intelectual—, y de la eficacia con que se emplean estos recursos, lo que se denomina productividad total o multifactorial. Los resultados son contundentes. Entre comienzos de los años cincuenta y la entrada de España en la Unión Europea más de la mitad del crecimiento de la productividad laboral alcanzado se debió al aumento de la productividad total. Esta situación se alteró dramáticamente a partir de 1986, en la que el comparativamente débil aumento de la productividad laboral dependía de manera prácticamente exclusiva de la mayor dotación de capital (principalmente tangible) por hora trabajada.

¿Qué explica este dramático cambio en las fuerzas subyacentes tras el crecimiento del PIB por habitante? La situación de la economía española en el contexto internacional ayuda a entenderlo. En la etapa de fuerte crecimiento de la productividad, la economía española se hallaba muy lejos de la frontera tecnológica que representaban los EE UU. En la era del modelo industrial fordiano, y en un contexto de estabilidad económica y política, las oportunidades de inversión y de difusión de la tecnología norteamericana eran considerables. Así, la transferencia de tecnología extranjera y la renovación y expansión del stock de capital, con la incorporación de nueva tecnología que llevaba aparejada, constituyeron el sustrato del incremento de productividad laboral y multifactorial en España. El cambio estructural, esto es, la transferencia de recursos, mano de obra especialmente, desde sectores de baja productividad o donde la productividad crecía lentamente (agricultura, industrias tradicionales o resguardadas de la competencia por razones políticas) a aquéllos donde era de elevada se expandía velozmente, fue un importante ingrediente del aumento de eficiencia. El capital humano, mientras, desempeñaba un papel secundario, más allá de un segmento de ingenieros y mano de obra cualificada que se formaba, con frecuencia, en el lugar de trabajo.

Tras estas tres décadas de progreso acelerado, podría aducirse que el acercamiento a la frontera tecnológica habría dejado exhausto al potencial de crecimiento. Aunque esta hipótesis resulte tentadora, porque exculparía la desaceleración de la productividad y la eficiencia de la economía española, no se compadece con la situación en países de nivel análogo como, por ejemplo, Corea del Sur, Finlandia o Irlanda.

En realidad, en la medida en que la economía se acercaba a la frontera tecnológica, la flexibilidad tanto en los mercados de productos, como en los de capital y de trabajo, y la acumulación de capital humano e intangible se volvieron requisitos indispensables para acceder a nuevas oportunidades de crecimiento. España, sin embargo, ha iniciado esta senda tímida y tardíamente, como se refleja en la limitada introducción de las tecnologías de la información —especialmente, en los servicios y en empresas de tamaño pequeño o medio—, mientras nuestra economía experimenta la competencia de otras hasta no hace mucho consideradas emergentes (Corea del Sur, Israel, Taiwán). En efecto, entre 1995 y 2007, mientras la productividad laboral habría crecido tan sólo a un 0,8 % anual, el capital intangible contribuiría tan sólo modestamente a la dotación total de capital por hora trabajada y la productividad total se habría contraído a un -0,6% anual, situación similar tan sólo a Italia dentro de los países de la OCDE.

Así, pues, crear el marco institucional adecuado, incluyendo la introducción de competencia en los mercados de productos y de factores, y formar una mano de obra cualificada para afrontar la nueva revolución tecnológica, parecen requisitos indispensables para que, en un mundo global y altamente competitivo, un país paulatinamente envejecido sea capaz de superar de manera definitiva la Gran Recesión y crecer de manera eficiente y sostenida.

Leandro Prados de la Escosura es catedrático de Historia Económica en la Universidad Carlos III.

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