Europa camina en la era de las crisis
La Gran Recesión ha destapado la fragilidad de los cimientos del proyecto europeo
A mediados de 1984, John Reston decía que mientras para los europeos la diplomacia era un ejercicio de compromisos recíprocos, para el expresidente de EE UU, Ronald Reagan, era una lucha con ganadores y perdedores. Casi nadie recuerda ya a Reston, enorme periodista norteamericano, mientras que Reagan —junto a Margaret Thatcher— y su neoliberalismo han marcado a fuego los últimos 30 años en el mundo, los de la globalización y la caída del Muro, pero sobre todo los de una larga retahíla de burbujas que fueron explotando pero a la vez preparando el terreno para acabar hinchando la madre de todas las burbujas, la que derivó en la Gran Recesión de la que el mundo no termina de salir.
Europa no escapó de esos sobresaltos: el crash de 1987; el final de la “serpiente” del Sistema Monetario Europeo; la profunda recesión española post Juegos Olímpicos de 1992; la sucesión de castañazos en los emergentes; el final de la burbuja puntocom, Enron y la retahíla de escándalos a principios de la pasada década dejaron cicatrices, pero no fueron más que la antesala, el preanuncio de lo que estaba por venir con Lehman Brothers, Grecia y demás jaleos recientes.
“Ciudad en la colina”
Frente a la policrisis actual, Europa entró en ese periodo —eran mediados los ochenta— y siguió durante años como una suerte de “ciudad en la colina” a juicio del analista estadounidense Jeremy Rifkin, disputándole el liderazgo a Estados Unidos (según Charles Kupchan, hoy asesor de Barack Obama), con el orgullo de ser una especie de faro para el resto del mundo, como un ejemplo sobre cómo reconciliar a viejos enemigos tras siglos de guerras, como una suerte de modelo de capitalismo capaz de incluir la justicia social con ese delicado artefacto que es el Estado del bienestar, “una especie de matrimonio entre liberalismo económico y socialdemocracia”, según Eric Hobsbawm.
La Unión quería ser una potencia normativa, y con ese “poder blando” prometía liderar el siglo XXI, según un buen puñado de libros hoy casi sonrojantes de sesudos analistas a ambos lados del Atlántico (¿Por qué Europa liderará el siglo XXI?, del siempre brillante Mark Leonard, es quizá el más destacado). Ni siquiera las cabezas más lúcidas son capaces de anticipar la creatividad de la historia: en estas llegó la Gran Recesión, que ha dejado muy tocado el prestigio del continente, que ha enseñado sus costuras, que ha convertido la ola de eurooptimismo en un eurodesencanto rampante, con una crisis existencial en la que han surgido líneas de falla Norte-Sur, Este-Oeste, instituciones europeas-Gobiernos, eurócratas-ciudadanos preocupados por el déficit democrático. En estas llegó la Gran Recesión, en fin, y Europa, según esa división simplista acuñada por Ronald Reagan, empezó a flirtear con el bando de los perdedores, o al menos a sumergirse en una marea europesimista que está poniendo a prueba el proyecto europeo.
Genética compleja
Europa es rica y poderosa: lleva al menos medio milenio siéndolo. La Unión lo tiene difícil porque su genética –28 países, tantas y tantas lenguas— es controvertida y sus dudas sobre sí misma cada vez mayores. Pero los números cantan: Europa ha rivalizado con Estados Unidos como primera potencia económica, es la segunda potencia comercial, el primer donante en ayuda al desarrollo y una gran potencia militar. Aunque todo ese poder esté fragmentado y las más de las veces sea ineficaz.
A pesar de la crisis, Europa no ha dejado de incorporar socios; a pesar de los centenares de miles de agoreros —en primer lugar anglosajones— el proyecto sigue en pie, ha mostrado una resistencia sensacional y pese a los titubeos no ha dejado de dar pasos en la dirección correcta en medio del peor huracán económico de los últimos 80 años. Puede que el famoso adagio de Jean Monnet (“Europa se forjará en las crisis”) sea en realidad una condena: Europa no puede permitirse el lujo de seguir siendo una historia de simple supervivencia, con cada vez más desafección en un continente cada vez más desigual, con un ejército de parados (23 millones) y más pendiente de las sacrosantas normas que de resolver los verdaderos problemas. Pero parece dispuesta a esperar a la próxima crisis para empezar a dar los pasos que necesita dar imperiosamente.
Para entender los últimos 30 años que empiezan justamente con la entrada de España y Portugal en la Unión, y a los que casi inmediatamente seguirá el sensacional terremoto que provocó la caída del Muro, hay que remontarse unos años atrás. El proyecto europeo es consecuencia de la Segunda Guerra Mundial y de la Guerra Fría. Nace justo después de los acuerdos de Bretton Woods, que proporcionaron a la economía mundial 25 años de tranquilidad y pusieron los fundamentos de la supremacía del dólar.
Tras los primeros y balbuceantes pasos —la Comunidad Europea del Carbón y el Acero, el Tratado de Roma— enseguida siguió el deseo de tener una moneda propia: los primeros planes formales de la Comisión Europea datan de 1962. El camino elegido fue siempre la unión monetaria como atajo hacia la unión política. En los setenta hubo un primer experimento, la serpiente monetaria, a la que siguió el Sistema Monetario Europeo con Giscard d’Estaing y Helmut Schmidt, en 1979, inmediatamente después de la crisis del petróleo: ya entonces Francia trataba de equilibrar políticamente (con dudoso éxito) un desequilibrio económico en favor de Alemania que conducía a devaluaciones constantes en el Sur, en lo que hoy se conoce como la periferia de Europa.
La segunda mitad de la década de los ochenta fue una época dorada para el europeísmo. La entrada de España supuso un soplo de aire fresco; un país grande y profundamente europeísta con ganas de sumar. El inolvidable Jacques Delors capitaneaba por aquel entonces la Comisión y emitió un informe fundamental para la puesta en marcha de la Unión Económica y Monetaria. El Tratado de Maastricht se negoció en 18 meses y suponía la creación del Banco Central Europeo y el primer paso en firme hacia el euro, a pesar de las advertencias desde Londres y Washington, pese a los avisos de la academia en forma de la “teoría de las áreas monetarias óptimas”. Todo ello de la mano de una sensacional liberalización del movimiento de bienes y capitales, con el Acta Única Europea de 1986. Evidentemente, Europa no era un área monetaria óptima: el euro y la UE son un proyecto político más que cualquier otra cosa, lleno de agujeros aún por rellenar. El BCE y Maastricht taparon muchos de esos agujeros, pero no todos: la prueba de que los cimientos no eran sólidos se ha visto con todo lujo de detalles durante la Gran Recesión.
Ya en 1989 un visionario François Mitterrand anticipaba por dónde iban los tiros: “El Sistema Monetario Europeo se ha convertido ya en una zona alemana, aunque Alemania no tenga aún autoridad sobre nuestras economías. La tendrá con el BCE” (David Marsh, Europe’s deadlock). Pese a esas dudas, triunfó la estrategia gradualista de Delors y culminó en el euro, pactado por Kohl y Mitterrand, como receta adecuada —por razones más psicológicas y políticas que económicas— para proseguir con la integración europea. A los padres del euro les bastó con fijar criterios macroeconómicos de buena conducta para ingresar en la moneda única, obsesionados con evitar que el sector público se desmadrara.
El pecado original
Las crisis son, siempre, animales sorprendentes: la crisis del euro llegó por el flanco contrario, por los desmanes del sector privado (salvo en Grecia). Sus antecedentes están claros: los años posteriores al arranque del euro están marcados por la particular travesía del desierto de Alemania, entonces enfermo de Europa, con una crisis imponente que explica solo en parte la reunificación. El BCE dejó los tipos de interés demasiado bajos durante demasiado tiempo para curar al paciente. Los mercados se despreocuparon del riesgo país, convencidos de que en el euro tenía la misma fiabilidad la deuda griega que la alemana. El resto es conocido: en esas llegó la Gran Recesión y se descubrió que Europa no estaba bien equipada para resistir ese aire huracanado que iba del sistema financiero a la deuda pública.
Las dos décadas de éxito que siguen a 1985 se acabaron abruptamente y llegó a temerse por la supervivencia del euro. Y ya muy cerca de finales de 2015 cuesta escribir, aún tentativamente, que no va a haber desintegración: no va a haber implosión del euro, a la vista de que incluso los más maltratados por él (Grecia) quieren seguir dentro a toda costa. Pero la UE y el euro no son ya el proyecto emocionante y ambicioso que llegaron a ser.
La convergencia económica de los últimos años se desvanece. Han reaparecido las brechas, los clichés, un cierto repliegue nacional y a veces nacionalista. Europa sigue sin responder al drama existencial de qué demonios quiere ser de mayor: sigue sin saber cómo ceder soberanía para arreglar los defectos de la eurozona y encarar la próxima crisis (que la habrá) con más empaque. Es difícil saber por dónde van a ir los tiros, pero no es tan difícil vaticinar que vienen tiempos difíciles, con una Alemania dominada por el “complejo psicológico posbélico” (de nuevo David Marsh) imponiendo una especie de “moralismo kantiano desquiciado” (Adam Garfinkle, The American Interest), una Francia desaparecida y una eurozona, en fin, a la que aún le quedan años de Gran Recesión.
El papel del euro
“El euro quiso ser una alternativa al dólar, pero por sus rigideces se parece más a un patrón oro sin prestigio”, apunta Jorge Argüello en Diálogos sobre Europa: los países atados al euro solo pueden aumentar su competitividad con devaluaciones internas. “En el pasado, eso se habría solucionado con una gran devaluación”, según Howard Davis: en esas estamos, con un programa multimillonario de compras de activos por parte del BCE que en parte busca un euro más débil que proporcione algo de aire.
No es seguro que baste con eso: las devaluaciones internas solo funcionan, según Barry Eichengreen, si se acompañan de reestructuraciones de deuda, algo que solo tiene visos de suceder en Grecia a pesar del empacho de endeudamiento general.
En lo puramente económico, los analistas no son precisamente optimistas “Esta es una crisis autoinfligida: es fruto de las políticas equivocadas”, apunta Paul De Grauwe, de la London School. Es una crisis financiera y de deuda, una crisis de inversión y una crisis de demanda. Una policrisis. Por ello hay que combatirla con toda la caja de herramientas, no solo con política monetaria.
Europa ha empezado a dar pasos en la buena dirección con el plan Juncker de inversión o el cambio de sesgo en la política fiscal de Bruselas, “pero para dar un paso más decidido debería desembarazarse de los mantras y los mitos, sobre todo en Alemania, y eso no va a resultar sencillo”, sostiene el liberal De Grauwe. Charles Wyplosz, del Graduate Institute, apunta a los riesgos políticos: “No sé si los gestores de la política económica se dan cuenta de que si la divergencia económica se convierte en la nueva normalidad acabarán llegando los problemas políticos que ya han empezado a asomar. Todas las grandes crisis económicas, y esta lo es, acaban convertidas en crisis políticas”.
De Grauwe, Wyplosz y todos los think tanks de Bruselas tienen claro que la solución es apuntalar la zona euro: con un presupuesto común, con eurobonos, con un Tesoro. “Eso no es nada fácil de hacer: Europa combina una alarmante falta de visión con una alarmante falta de coraje político. Es patético y peligroso que Grecia, con el 2% del PIB europeo, haya puesto tres veces al euro entre la espalda y la pared. Es imprescindible activar una agenda ambiciosa. Pero esa agenda no termina de arrancar”, cierra Ángel Ubide, del Peterson Institute.
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