Velocidad o transparencia
El debate, como suele suceder en España, es un cruce de monólogos
La rentabilidad económica y social del AVE se ha convertido de nuevo en objeto de debate veinte años después de las primeras decisiones políticas sobre la línea de alta velocidad. Actualmente hay en España 3.100 kilómetros de vía y 1.300 kilómetros en construcción, y se supone que España aspira a ser el país con más tramos de alta velocidad del mundo después de China y Japón. La discusión aflora en función del coste, rentabilidad y utilidad. En términos económicos, los informes que cuestionan su utilidad manejan hechos conocidos: muchos tramos arrastran pérdidas que probablemente no podrán recuperarse a medio plazo; las pérdidas se derivan de una sobreestimación de la demanda, que a su vez obedece al deseo de justificar la inversión con una coartada financiera e imponerla porque, y este es el último eslabón de la cadena, genera votos a quienes impulsan políticamente las obras. Para quienes se oponen al AVE, las líneas son un despilfarro consentido y consideran prácticamente un fraude que sigan licitando tramos.
El Gobierno, convertido en defensor de la alta velocidad, esgrime las razones positivas. Cohesiona el transporte del país, favorece la rentabilidad de otras actividades económicas y genera actividad económica. Los críticos no tienen en cuenta, según el Gobierno, las externalidades positivas (entre las que no mencionan la captación de votos). El debate, como suele suceder en España, es un cruce de monólogos. Un monodiálogo, que diría Unamuno, sin intención real de convencer o pactar. Es inevitable observar que los críticos, los que analizan las obras desde el punto de vista de costes y demanda potencial, tienen razón; la rentabilidad es negativa y la intención de los proyectos es faraónica. Pero es igualmente cierto que la rentabilidad de una red de transporte no puede medirse solamente en el coste en beneficios de las líneas. Existen factores de utilidad social que deben tenerse muy en cuenta.
El problema es que esos factores se exponen (y muy por encima) ahora, cuando las decisiones se han tomado y las obras están en marcha. Nunca se ha explicado con claridad cuál es el balance coste-beneficio del AVE, cuál es el cálculo de integración social o económica que aporta o cuál es su coste de oportunidad (es decir, lo que deja de invertirse o pagarse por financiar las vías y el tren). Comparar en función de los costes el AVE español con los de otros países no aporta demasiado, porque en el caso de España no existe la compensación por la venta al exterior de la tecnología ferroviaria. En el AVE, como en muchas infraestructuras españolas, opera el principio de opacidad: los proyectos no se explican a la opinión pública; y si acaso llegan a explicarse, lo habitual es que se haga de manera confusa, de forma que la explicación genera más dudas que certidumbres. Los ciudadanos esperan una explicación minuciosa de por qué se siguen licitando tramos de AVE a pesar de las pérdidas que generan y de las tan aireadas restricciones presupuestarias.
La ausencia de un análisis económico y social previo convierte cualquier debate en un problema sin solución. En pura lógica, las licitaciones deberían detenerse mientras se elabora una estrategia integral de transporte y se precisan los beneficios del AVE. Pero esta decisión lógica supondría un tratamiento discriminatorio para las zonas que no tendrán acceso a la alta velocidad respecto a quienes sí se benefician de ella por haber “llegado antes”.
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