Syriza: no todo es demanda agregada
No hay que olvidar que el progreso humano en los últimos 300 años se debe al capitalismo
Wolfgang Munchau, columnista del periódico británico Financial Times, causó un gran revuelo recientemente cuando escribió que la extrema izquierda presentaba la mejor opción para la política económica de la periferia de la Eurozona. Argumentaba que la única forma de evitar el estancamiento de las economías sobreendeudadas de la periferia europea era una política económica que combinara dos elementos: inversión pública y restructuración de la deuda. Y que dado que tanto las opciones de izquierda moderada como las de derecha moderada eran demasiado “razonables” como para hacer la política económica necesaria, la mejor opción de los votantes era el inclinarse por la extrema izquierda —Syriza y Podemos.
El experimento que propone el señor Munchau se va quizás a llevar a cabo antes de lo que él imaginaba. Las encuestas apuntan a que Syriza tiene bastantes posibilidades de ser el primer partido de izquierda radical que llegue al poder en Europa como resultado de la profunda crisis que nuestros países han sufrido.
Ante la posible llegada hoy de Syriza al poder, la mayoría de los observadores externos discuten y se preocupan principalmente con las consecuencias macroeconómicas. ¿Qué le sucederá a un país que decida restructurar la deuda en la eurozona? ¿Será Grecia expulsada del Euro? ¿Podrá renegociar la deuda con la eurozona? Se ha escrito mucho al respecto, y en este momento voy a dejar este tema (crucial por otra parte) de lado, después de notar simplemente que, si bien es cierto que el nivel de deuda en Grecia es excesivamente alto, los bajísimos intereses negociados con los Gobiernos europeos la hacen sostenible.
Pero Syriza no es solo un partido interesado en hacer una política de gestión de demanda diferente; no es un partido socialdemócrata que aspire a conjuntar la gestión de la demanda agregada con el sistema de mercado, la economía social de mercado de la Europa occidental de la posguerra. Syriza, como otros partidos de extrema izquierda, desconfía instintivamente del mercado, y es un partido netamente estatista.
No hay que olvidar que el progreso humano en los últimos 300 años se debe al capitalismo
Estas aspiraciones “microeconómicas” de Syriza nos retrotraen a una controversia histórica que dominó la economía en los años 30 y 40 del pasado siglo. La gran depresión creó una verdadera crisis del capitalismo y de la democracia. Los errores de política económica que se produjeron durante este período llevaron, en la arena política, a respuestas como el fascismo y el comunismo. Pero en la arena de la Economía teórica también se produjo una enorme controversia que ponía en cuestión el papel del capitalismo y su capacidad para llevar al pleno empleo a las economías occidentales.
La alternativa al capitalismo que se planteaba abiertamente era la planificación central. El economista de la Universidad de Chicago Oscar Lange defendió en dos famosos artículos un sistema centralizado que usaría los precios de forma análoga al mercado, pero sin propiedad privada. La respuesta clave a estas propuestas la dió Friedrich Hayek en un famoso artículo de 1945, que introdujo la economía de la información y le sirvió para ganar el premio Nobel de Economía y que tiene tanta relevancia hoy como entonces.
El argumento de Hayek es el siguiente: el sistema de precios cumple dos funciones clave. La primera es conocida desde Adam Smith: da a los individuos los incentivos correctos para actuar por el “bien de los demás”. Usando el famoso ejemplo de Adam Smith, “no confiamos en cenar por la bondad del carnicero, el cervecero o el panadero, sino por su deseo de avanzar su propio interés” El panadero se levanta a las cinco porque quiere él tener el pan listo por la mañana, cuando lleguen los compradores.
La segunda función la describe por primera vez Hayek. Un sistema de planificación central nunca podrá tener la información local que tienen los distintos individuos. El sistema descentralizado de precios es la mejor forma de transmitir y coordinar el conocimiento local de cada individuo.
Supongamos que hay una helada en Brasil y la cosecha de café global se reduce a la mitad. En un sistema centralizado, tenemos que decidir qué personas no van a consumir café y deberán beber té, qué camiones, barcos y trenes no se usarán para llevar café, y para que se usarán en su lugar, qué fábricas de café deberán cerrar, etc. Podríamos ir a preguntar a los individuos (¿le gusta el té?) , pero todos nos dirán que ellos quieren café.
Por el contrario, en un sistema de mercado, nadie tiene que saber nada de Brasil. Cada ciudadano va al supermercado, ve que el café está caro, y decide si le merece o no la pena comprar. Cada camionero (o empresa de transporte) decide qué hacer con su camión —algunos seguirán transportando café, otros no.
Es como cuando nuestros hijos nos dan toda la guerra del mundo con un juego que quieren comprar, hasta que les damos un dinero y les decimos: si quieres gástalo en el juego, si no ahórralo para otro. En muchos casos, de repente, el juego ya no les gusta lo suficiente para gastarse ese dinero. Solo cuando hay precios se revela esta información sobre lo que valoran de verdad y lo que no.
El ejemplo parece remoto, pero existen en nuestras sociedades infinidad de áreas donde el sistema de precios no existe, ni la iniciativa privada. En la universidad española, por ejemplo, todos los profesores, los que trabajan mucho y los que no hacen nada, ganan prácticamente lo mismo. En este caso, contrariamente al panadero de Smith, sí que debemos esperar de la bondad de un profesor que dé una buena clase, porque no hay ningún incentivo económico para que así lo haga. Y tampoco hay mecanismos que transmitan las preferencias, o el conocimiento local de los alumnos al sistema. Si una carrera no tiene demanda porque los estudiantes no la ven útil o interesante, en el mercado los precios caerían, y los profesores se reciclarían hacia otras áreas con mayor demanda. En esta economía centralizada, con precios y salarios fijados desde arriba, todo sigue igual.
Pues bien, es cierto que las economías del sur de Europa tienen un problema “macro” de exceso de endeudamiento, y que tratar de reducir este problema requiere reducir deudas públicas y privadas. Europa debe tener interés en facilitar soluciones a este problema. Pero nuestras economías también tienen enormes rigideces, enormes segmentos protegidos de la competencia donde los que proveen un servicio viven fuera del mundo real, sin información sobre lo que este desea, ni incentivos para responder a ella.
Cuando el mercado funciona, nuestras economías y nuestros trabajadores son tan buenos como los mejores del mundo. Por ejemplo, los restaurantes españoles tienen una productividad y una calidad excelente: los camareros trabajan bien y deprisa, los cocineros son fantásticos, y el resultado es inmejorable. Pero en otros sectores, como el educativo, no se adaptan al mundo en que vivimos más que a ritmo de real decreto y de huelgas y contra huelgas.
Syriza, y otros partidos similares que quieren abandonar las reformas, imaginan un maravilloso pasado estatista al que desean volver. En vez de tratar, como en los países del norte de Europa, de combinar la flexibilidad necesaria para que nuestras economías se puedan adaptar al cambio tecnológico con un sistema de protección social que dé seguridad a los ciudadanos, buscan anquilosar, proteger y regular. Más allá del impacto de Syriza a corto plazo sobre la deuda y el euro, que puede ser dramático o no, dependiendo de cuánto adapten sus expectativas, su impacto mayor vendrá del olvido de una lección crucial: que el progreso que hemos conseguido en los últimos 300 años se debe a nuestra capacidad para inventar un mecanismo que canaliza toda la competitividad, toda la agresividad, todo el deseo humano de mejorar para uno mismo y su familia, en la dirección que beneficia a todos.
Luis Garicano es Catedrático de Economía y Estrategia en la London School of Economics.
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