El ‘dron’ español vuela bajo
La industria presenta sus novedades en medio de la indefinición legal que condiciona el uso y comercialización
Por el Auditorium, uno de tantos hoteles de negocios en las afueras de Madrid, el pasado miércoles corría un viento extraño: delegados de Defensa de embajadas extranjeras, policías y militares cargados de medallas. Para alivio de los corazones menos bizarros, no se trataba de un DEF CON 2, solo de un congreso de drones. Los fabricantes presentaban sus novedades, y los hombres de uniforme estaban allí para contarle a la industria qué esperan de ella y cuáles son sus experiencias con estos aviones sin tripulación que nacieron para acciones militares y se han convertido en el invento de moda.
Para rubricar esta impresión, el sector de los técnicamente conocidos como Sistemas Aéreos Tripulados por Control Remoto (RPAS, por sus siglas en inglés) insiste en que se encuentra en el mismo punto crucial que Internet hace dos décadas. En los próximos años se van a definir la legislación y las tecnologías que serán estándares. Por eso los lobbies sobrevuelan los parlamentos de medio mundo y las ferias de negocios se multiplican.
El mercado exhibe números jugosos, pero no es de fácil acceso. 50 países utilizan drones, pero EE UU absorbe el 58% del mercado seguido de Israel, pionera en la materia. En Europa el desarrollo de RPAS constituye un objetivo estratégico reconocido por el Consejo Europeo. Reino Unido y Francia copan el 75% de la producción continental; España, el 6%, según la 2013 Worldwide UAV Roundup. La consultora Teal Group prevé que la inversión en el campo se duplicará en 10 años hasta los 8.200 millones de euros en 2023.
Alrededor de conferencias tan evocadoras como Algoritmos de navegación en RPAS para conseguir una alta precisión, en la feria de Madrid —llamada Unvex 14 y organizada por IDS, una empresa de eventos de Defensa— se disponen 36 casetas de novedades. La lista de usos de los drones es larga: vigilar bancos de pesca, transportar ayuda humanitaria, rodar películas de Hollywood con presupuestos de cine indie… La Guardia Civil los ha probado para vigilar el Mediterráneo, la Junta de Andalucía para el cuidado de cultivos, y Extremadura tiene un proyecto de apoyo a protección civil. La industria promociona como sus grandes utilidades civiles las tareas 3D —dull, dirty and dangerous— que abarcan desde la revisión de tendidos eléctricos a la detección de fugas en una central nuclear. Contra el tedio, la suciedad y el peligro, ponga un dron en su vida, viene a ser el eslogan.
Pero por muy bien que suene lo de enviar pequeños helicópteros a proteger a los rinocerontes en Sudáfrica, en la exposición se constata que la estrella de los drones sigue siendo el Predator. El tiburón de los cielos, fabricado por la estadounidense General Atomics, carga misiles Hellfire y es responsable de buena parte de las 2.400 muertes que el Bureau of Investigative Journalism atribuye a los drones comandados por Obama. Todo un icono de la guerra moderna, los visitantes se turnan para fotografiarse frente a una maqueta de este avión que cuesta cuatro millones de euros en su versión más barata. Su presencia trae a la mente todas las distopías sobre drones. No está en la exposición de Madrid, pero el Eitan israelí tiene el tamaño de un Boeing 737 y puede mantenerse en el aire 20 horas. Northrop Grumman diseña zepelines inteligentes de 100 metros. Ante la imagen de un batallón de naves armadas del tamaño del Bernabéu sobrevolando durante meses una ciudad sitiada, el futuro parece mucho menos amable.
Pero no hace falta imaginar cuando la variedad en la feria es apabullante: algunos drones parecen simples aviones sin cabina, pero otros son artilugios sofisticadísimos, como los multirrotores. Y no todos los RPAS vuelan: hay submarinos para revisar presas, o robots oruga como el Dragon Runner, que se transporta en una mochila y reconoce terrenos minados. Casi parece existir un dron para cada visitante. Hay un dron para el general asiático que visita las casetas bélicas, hay un dron para los jóvenes vestidos como personajes de Matrix que se interesan por los stands de proyectos universitarios, y hay un dron para José Luis del Barrio, director de Aerotopografia.com. O más que un dron, una cámara, porque el objeto volante ya lo tiene: “Me costó unos cuatro millones de pesetas [24.000 euros]. Ahora busco una cámara termográfica para hexacópteros”. Del Barrio trabaja para particulares y pequeñas administraciones en asuntos como deslindes. “También hay un nicho en el mantenimiento de plantas solares y eólicas”, cuenta.
El futuro de los drones no parece tan condicionado por limitaciones tecnológicas como por los problemas regulatorios. Leyes y certificaciones no están adaptadas a aparatos sin un ser humano a los mandos, y hay importantes problemas relacionados con la ética y el riesgo de congestión del espacio aéreo. Pero existe una intensa presión de la industria para que se liberalice el uso. En EE UU el Congreso ha requerido a las autoridades aéreas que fijen para 2015 las reglas para su uso civil. Los consultores favoritos del sector insisten en que, si la UE no consigue tener en 2016 un plan para el desarrollo de aplicaciones civiles, EE UU se apropiará irremisiblemente del mercado.
En España, el Gobierno prepara un borrador de real decreto sobre la materia con el teórico objetivo de rescatar a los drones del limbo legal en el que han caído. Los que vuelan con fines de recreo son considerados aeromodelos. Solo cuando tienen un uso profesional son aeronaves, y por tanto la Agencia Estatal de Seguridad Aérea (AESA) regula su uso. El problema es que AESA solo concede autorizaciones para vuelos de desarrollo o puntuales porque no hay base legal para más. Volar un dron, insiste la agencia, es ilegal: sea para apagar un incendio o hacer una filmación. A todas las dudas, la industria de los drones responde que el futuro ya está aquí, aunque no termine de llegar.
En el aeródromo privado de Marugán (Segovia) el viernes se organiza una exhibición como prolongación de la feria. Arranca con el Fulmar, un avión desarrollado en España que despega con una catapulta similar a un tirachinas. El coronel Fernando Fernández entra en la furgoneta de la compañía Thales para interesarse por cómo se controla el aparato. Un técnico le explica que hay poco que ver: el vuelo está programado informáticamente y el piloto se limita a supervisar. Otro militar conversa con un ingeniero: “Querríamos verlo a mayor altura para comprobar si el ruido que hace es detectable”.
Con sus gafas de sol y la melena cana, Sergio Pereira pone un poco de actitud punk al evento. Pereira, ingeniero aeronáutico responsable de Sirium Aerotech, presenta en la exhibición el Lars, un dron de espuma, “muy feo, pero el más barato que vas a encontrar aquí: 22.000 pavos y, sobre todo tan sencillo que no necesitas contratar la formación, que es donde está el negocio ahora”. Pereira constata lo que se puede sospechar acerca de este sector comercialmente inmaduro: que con un sinfín de subvenciones, congresos y másteres, la mayor parte del negocio ocurre en torno a los drones más que en la venta de los mismos. “Desde que empezamos hemos vendido dos, pero no importa, porque nos dedicamos a la aviación tradicional. Esto es por afición”, explica antes de lanzar su avión. Equipado con dos cámaras y controlado desde un pequeño ordenador, echa a volar.
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