¿EE UU se vuelve japonés?
A finales de la década de 1980 daba la sensación de que, según los economistas, Japón no podía equivocarse. Percibían una clara ventaja en la competitividad japonesa respecto del Atlántico Norte en una amplia gama de industrias de precisión de alta tecnología y de producción en masa de bienes transables. También veían una economía que, desde el comienzo de la reconstrucción después de la Segunda Guerra Mundial, había superado significativamente el crecimiento esperado de las economías europeas. Y veían una economía que crecía mucho más rápidamente que las del Atlántico Norte cuando tuvieron los mismos niveles absolutos y relativos de productividad general.
Parecía que la apuesta segura a finales de la década de 1980 era la mecanización, la computarización y robotización. La presión política y económica conduciría a la transformación de más sectores japoneses y su adopción de modos de organización intensivos en el uso de máquinas y con alta productividad, que la producción manufacturera orientada a las exportaciones ya había experimentado (y que había tenido lugar, o estaba ocurriendo, en sectores como la agricultura y la distribución en la región del Atlántico Norte).
Según este razonamiento, la ética del trabajo japonesa persistiría; junto con las elevadas tasas de ahorro y el lento crecimiento de su población le darían una ventaja sustancial en la intensidad del capital —y, por tanto, en la productividad del trabajo—, además de las ventajas que podía desarrollar en todo el país en función de la productividad total de sus factores. Además, su proximidad a una amplia reserva de trabajadores de bajo costo permitiría a Japón construir una división del trabajo regional que aprovechase al máximo su fuerza de trabajo bien remunerada y educada, y tercerizara las tareas de baja complejidad y bajos salarios —es decir, los empleos con baja productividad— a Asia continental.
Cuando Japón igualara, y tal vez superara, al Atlántico Norte en función de la intensidad de capital, conocimiento industrial y nivel de vida, las actividades mejor recompensadas en la economía mundial —la investigación y el desarrollo en industrias de alta tecnología, la moda para los consumidores adinerados, las altas finanzas y el control corporativo— migrarían cada vez más a la bahía de Tokio.
La cultura japonesa produjo enormes bloqueos al empleo de la mitad de su población: las mujeres
Con un tercio de la población de Estados Unidos, era poco probable que Japón se convirtiera en la superpotencia económica más importante del mundo. Pero Japón cerraría la brecha del 30% (ajustada por la paridad del poder adquisitivo) entre su PIB per capita y el de EE UU. Se consideraba muy probable que en 2015, aproximadamente, el PIB per capita japonés fuera un 10% superior al estadounidense (en función de la paridad del poder adquisitivo).
Nada de eso ocurrió. La economía japonesa actual es, aproximadamente, un 40% menor a la que con tanta confianza predijeron los analistas a finales de la década de 1980. El 70% del PIB per capita japonés en relación con el estadounidense que se había alcanzado entonces resultó su marca máxima. El nivel de su productividad relativa para todo el país ha declinado desde entonces, y dos décadas de malestar han eliminado las presiones para mejorar la agricultura, la distribución y otros servicios.
Las industrias manufactureras japonesas orientadas a las exportaciones han mantenido su ventaja, pero no lograron atraer a otras actividades punteras —en la moda, las finanzas o el control corporativo— de manera significativa. Por el contrario, desde finales de la década de 1980, la elevada tasa de ahorro personal japonesa, en vez de constituir una fortaleza del lado de la oferta se ha convertido en una debilidad del lado de la demanda, y financió inversiones en el extranjero y deuda gubernamental más que impulsar un boom de la inversión doméstica que hubiera alimentado la intensidad del capital y la productividad del trabajo.
Japón no es hoy un país pobre. Pero su estructura económica y su nivel de prosperidad lo asemejan más a Italia que a sus contrapartes del este de la cuenca del Pacífico: los Estados costeros estadounidenses de Washington, Oregón y California.
Hace siete años, antes de la crisis financiera mundial, el aplastante consenso entre los economistas era que, en retrospectiva, las cartas no mostraban la convergencia esperada en los niveles de productividad de Japón con los de la costa estadounidense del Pacífico. La cultura japonesa produjo enormes bloqueos al empleo de la mitad de su población: las mujeres. Y la política japonesa consolidó los intereses rurales y de las pequeñas empresas de manera tal, que impidió la difusión de la manufactura orientada a las exportaciones.
Japón, se decía, era demasiado distinto en demasiadas cosas al Atlántico Norte como para servir de modelo de desarrollo económico. Y las empresas manufactureras orientadas a las exportaciones que habían sido estimuladas y guiadas por el Ministerio de Comercio e Industria Internacional no constituyeron el núcleo alrededor del cual el resto de la economía japonesa se cristalizaría, sino un territorio separado y amurallado.
Por tanto, el crecimiento potencial anual de la economía japonesa se redujo en aproximadamente dos puntos porcentuales a principios de la década de 1990, cuando el modelo de desarrollo posterior a la II Guerra Mundial perdió su impulso. Fue en gran medida una casualidad que esa reducción del crecimiento coincidiera con el colapso de la burbuja de activos y la depresión cíclica, que llevó a una reducción del producto japonés de, aproximadamente, el 10% en unos pocos años, seguida por una lenta recuperación hacia una nueva y menor tasa de crecimiento potencial.
Pero desde la perspectiva de los últimos siete años, claramente hay que repensar esto. Considerando toda la evidencia, la caída de la economía estadounidense desde su senda de crecimiento de largo plazo ha dejado a EE UU un 7% más pobre hoy (y en el futuro indefinido) que lo esperado en 2007. Y esto supone una única reducción permanente, sin caídas adicionales de la tasa de crecimiento potencial.
Sin embargo, hay motivos para creer que esas caídas tendrán lugar: un menor crecimiento implica menos presiones competitivas para mejorar la eficiencia; la mayor aversión al riesgo implica un menor apetito por la innovación y la experimentación, y las tasas de interés nominales ancladas en valores cercanos a cero significan que los ahorros de la sociedad no pueden ser aplicados eficazmente.
Si el colapso de una burbuja, en su mayor parte bien gestionado, en una economía estadounidense con baja inflación pudo reducir permanentemente el crecimiento económico potencial en, aproximadamente, el 10% en una década, ¿puede descartarse que el colapso mal gestionado de una burbuja pudiera, en una generación, dejar a Japón un 40% más pobre de lo que pudo haber sido?
Algo queda en claro: los economistas ya no se atreven a suponer que una tendencia es una tendencia, y un ciclo, un ciclo, y que sus interacciones recíprocas son lo suficientemente pequeñas como para descartarlas en un análisis inicial. Ese enfoque ha condenado a muchos economistas a vivir en países mucho más pobres de lo que esperaban.
J. Bradford DeLong, ex subsecretario adjunto del Tesoro de EE UU, es profesor de Economía en la Universidad de California en Berkeley e investigador asociado en la Oficina Nacional de Investigaciones Económicas.
Traducción al español por Leopoldo Gurman.
© Project Syndicate, 2014.
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