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Tribuna:La sostenibilidad del Estado de bienestar
Tribuna
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Unas instituciones superfluas

"La creación de la Administración periférica de la Comunidad autónoma no debe llegar a producirse en ningún caso. Las Diputaciones provinciales deben quedar convertidas en el escalón administrativo intrarregional básico y ejercerán ordinariamente las competencias administrativas que pertenecen a las Comunidades". El Informe de la Comisión de Expertos sobre Autonomías llevaba toda la razón en 1981 para defender ardientemente que las Diputaciones deberían de ser las administraciones periféricas de las Comunidades. Entre el Estado y los municipios solo hay espacio para una administración y era lógico optar por la que tenía una experiencia de más de ciento cincuenta años y una eficacia probada más que aceptable.

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Sin embargo, todas las nuevas Comunidades -incluidas aquellas que, como la andaluza, plasmaban en su Estatuto la opinión del profesor García de Enterría y su equipo- no solo se dotaron de sus propios servicios periféricos nada más dar sus primeros pasos, sino que lejos de fortalecer a sus diputaciones las han debilitado hasta el agotamiento, con la excepción de la Comunidad vasca. La razón política pudo más que la técnica: ningún poder público quiere ser invisible para sus administrados, ni quiere verse mediatizado a la hora de nombrar a sus servidores. Así las cosas, treinta años después de la creación del Estado autonómico, las 37 Diputaciones de régimen común sobrevivientes han perdido el grueso de sus tradicionales competencias (especialmente sanidad y gestión de carreteras, reducida al mínimo) y han debido reinventarse partiendo de la competencia genérica de fomento, reforzando la muy compartida función cultural y justificarse teórica y políticamente basándose en su papel de apoyo y asesoramiento a los municipios, sobre todo los más pequeños. Por eso, es fácil ver a las diputaciones promoviendo museos, participando en ferias y subvencionando mil y un evento, incluidas las compañías áreas, que encuentran un socio generoso para aterrizar en un determinado aeropuerto. Menos competencias, pero paradójicamente más funcionarios y más gastos. Y más personal de libre designación -con situaciones tan ridículas como la de la Diputación de Almería donde en 2007 se contrataron 42 asesores- pues una de las funciones latentes de las diputaciones consiste en ser, en buena medida, refugio de los partidos políticos donde no pocos de sus liberados encuentran cobijo. Por no hablar de su función de ariete contra las Administraciones públicas de signo contrario, como muy bien podemos ver con cierta frecuencia los andaluces observando más de una controversia entre nuestras capitales de provincias (seis en manos del PP) y sus respectivas diputaciones (PSOE).

Pero incluso en un panorama idílico de buen gobierno, las diputaciones no tienen ya una función propia que no se solape con las de la Comunidad Autónoma respectiva, su actividad es redundante; lo que lleva a desajustes de todo tipo, que las autoridades de vez en cuanto tratan de solventar poniendo un poco de lógica, como sucedió hace tres años en Andalucía donde la Junta y las diputaciones intercambiaron la gestión de un buen número de carreteras. Como las competencias de Comunidades y Diputaciones son concurrentes, lo más que podemos esperar es que se produzcan situaciones de colaboración cuando haya buena voluntad (como la de patrocinios múltiples de la misma actividad) y sana competencia cuando falte. Pero en ambos supuestos falla la eficiencia, el suministro de bienes y servicios a municipios y ciudadanos al menor coste posible. Al hablar de costes, ahora que estamos en plena crisis económica, podemos citar otro campo donde las diputaciones no salen bien paradas, en la deuda pública: siendo tradicionalmente instituciones saneadas, contra toda lógica razonable han perdido buena parte de su solvencia y desde los 254.244.000 euros que debe la Diputación de Valencia, la más endeudada de las de régimen común (para un presupuesto de gastos en 2009 de 528.204.154), todas contribuyen de manera desproporcionada a su tamaño (5.825.000 millones de euros en total) a elevar la deuda pública española.

Escasas competencias. Alto número de funcionarios, facilidad para el nepotismo. Nula gobernanza. Poca eficacia, raquítica eficiencia. Deuda y déficit por encima de los pactos de estabilidad. El balance actual de las diputaciones es tan negativo que nadie en el mundo académico defiende el status quo. Por eso, los defensores de las diputaciones proponen reforzar su carácter de entidades locales, ayuntamiento de ayuntamiento, redes locales y otras ideas inteligentes similares, en las que desgraciadamente no creo: pienso que 30 años después, cuando por todos lados se aplican economías de escala y los desarrollos técnicos acortan distancias, el Informe Enterría sigue siendo válido y técnicamente no cabe una administración entre la del Estado y la municipal. Y como sería irreal pedir la abolición de la administración periférica de las comunidades, hay que pedir la abolición de las diputaciones.

Pero como todo no puede ser fría técnica administrativa, contra mi conclusión se pueden esgrimir dos argumentos de peso: uno constitucional -que la Constitución obliga a mantenerlas- y otro social, que en muchos territorios (pienso en las dos Castillas, en Andalucía) su supresión se vería como una prueba más del centralismo regional y un debilitamiento de los intereses provinciales. No voy a revivir aquí mi fracasada tesis de combatir el centralismo sevillano cambiando de sitio la capital andaluza, sino que me atreveré a proponer otra: las Diputaciones de régimen común podrían subsistir como unos entes representativos locales, para expresar y defender los intereses provinciales, pero sin funciones ejecutivas. Una organización al modo de los antiguos Departamentos franceses, que era poco más o menos lo que preveía la Ley catalana de Diputaciones en 1980, que en su momento el Tribunal Constitucional anuló. Claro que desde 1981 han pasado mucho años y a lo mejor ahora una Ley Básica de Régimen Local con ese contenido ya no sería inconstitucional, siempre que se partiera de un supuesto básico: el acuerdo de los dos grandes partidos. Contra ese obstáculo, confieso que no tengo ninguna propuesta.

*Agustín Ruiz Robledo es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Granada

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